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lunes, 9 de febrero de 2009

UN PILAR FUNDAMENTAL

Cuando la conocí tenía una estampita de San Antonio puesto de cabeza en su oficina; su nombre era una mezcla de asuntos sagrados, solitarios y arquitectónicos; había nacido en un lugar fascinante (que después me llevaría a conocer) saturado de montañas, ríos e historias patrióticas. Tenía unos apellidos de alcurnia que adornaban sus tres nombres, por norma usaba sacos de hilo con cuello alto y botas. Olvidaba mencionar de su ropero esa falda larga y negra que combinaba con un saco fucsia fuerte.

Yo había llegado al sitio donde ella trabajaba (aclaro: yo era amigo del jefe) con ciertas ínfulas, aspecto que se manifestó en la aparente seguridad de mi voz engrosada y en mis argumentos reciclados y por qué no decirlo rebuscados.

Era alta, de frente ancha, piel trigueña, ojos nostálgicos, sonrisa amplia, hombros delicados, mejillas gorditas provocadoras al tacto y caderas generosas. Medianamente celosa, de cuna cómoda y con la suerte que tienen las bonitas; creyente, sobreprotectora y convencida de que todo iba a estar bien. De su historia diré, que su padre era un excéntrico total, algo así como un Spilberg criollo, su madre una dama tranquila, que jugaba a las cartas con sus amigas, sus hermanos, uno artista y el otro… bueno, el otro era un arquitecto talentoso que había muerto de manera trágica.

Salíamos a fumar mientras me contaba cosas de su vida. Era una dama atractiva cinco años mayor, con la experiencia justa, la jovialidad en su punto y esa magia propia que tienen las que sólo han amado como madres. Su carácter entonces era una mezcla de buen humor, serenidad, miedo y talento gráfico, sumado a pincelazos arribistas y logros vitales hechos a pulso.

Sin saber cuando cumplía años, la invité a un almuerzo con la excusa de la celebración (faltaban 3 meses). Le dejaba notas, la llamaba, le enviaba correos y hacía lo que uno tiene que hacer para hacerse notar: era gentil, la hacía reír y la escuchaba. Un día, alguien le envió un gigantesco ramo de rosas, yo en un acto de rabonada, le regalé un ramito de esos que se hacen con florecitas orinadas de jardín y le escribí que éste era más pobre pero con más amor.

Ella amaba profundamente a su hija de nueve años, supe que el papá había tenido algunos problemas y que él no estaba en el país. Fue el hombre de su adolescencia, creo que nunca creció, tenía más complicaciones que virtudes, se dejó llevar por la ambición, asunto que le enredaría la vida de todos.

Parte de sus logros admirables, era tener un inescalable apartamento en un quinto piso. He de ser sincero, ella me parecía bonita, como una de esas amigas buenonas que uno tiene… sospechaba que yo le gustaba, pero el asunto sólo se confirmó cuando le pregunté a una compañera que teníamos en común (con nombre que significa oda al mar), que si ella creía que yo le podía gustar a la dama en cuestión… mi compañera (con nombre extraño) incrédula me dijo que no era posible, que en definitiva, yo no era del tipo que encajara con ella… fuimos entonces a su oficina, y ella, la celestina (la que no tiene tocaya) me lo confirmó: la ponía nerviosa, se sonrojaba, y se mostraba con visos de ansiedad cuando me veía. Seguí su concepto: “hágale, papito”

Llegó el día de su cumpleaños, estaba con su hija, ella, la niña, estaba debajo del escritorio y me miró con esa sonrisa nerviosa que la madre disimulaba. Me dio a entender que era necesario cancelar la cita por la compañía de su hija, yo le dije que fuéramos los tres. Fuimos a comer crepes, ese acto de frescura de mi parte, creo que, fue una buena entrada. La acompañaba al banco y hablábamos sin tregua de la vida, de mis anécdotas reforzadas, ella callada, escuchaba, se reía y disfrutaba de mis elucubraciones existenciales; tenía facilidad para expresarse con dibujitos, en realidad se pasaba la vida diseñando portadas para libros, revistas, haciendo periódicos internos… es decir, haciendo bolitas y palitos, como yo le decía por molestarla.

Unos amigos en común, nos invitaron a una fiesta. Jugamos de esos jueguitos de palabras, cantamos con karaoke… me embriagué y nos fuimos a su cumbre, dormimos, al amanecer hicimos el amor, era un domingo 10 de julio. Me dijo que no quería que pasara nada pero fueron más los reclamos callados por los besos, que la angustia de empezar otro itinerario romántico. A partir de allí, empezó una migración a un mundo romántico que marcaría para siempre mi forma de amar.

Los domingos en la mañana salíamos a caminar y con asombro veíamos paredes que hablaban gracias a perros camuflados, disfrutábamos del aire, del sol, de la lluvia, yo estaba fascinado con dicha mujer tan construida, tan avanzada, ella encontraba en mí, el afecto que era tan escaso por aquellos días. De repente éramos novios inseparables y como sólo pasa en las historias de amor me vinculé seria y sentimentalmente con ella. Recuerdo las jornadas lúdicas en su casa con nuestros amigos; tenía un vecino gay, una gata que me odiaba y una hija en estado de preadolescencia con disfuncionalidades en su comportamiento, mitomanía, depresión y agresividad. Empecé a dejar alguna de mi ropa en su casa. Su baño que tenía cortinas de pescaditos, recibió mi cepillo de dientes, aprendí a caminar especialmente para no rayar el costoso piso de madera, opiné sobre el estilo de los muebles y hasta puse una módica cuota para comprar la nevera.

Todo iba bien, pero mi debilidad por el control, mi miedo a la estabilidad y mi ausentismo de los fines de semana, empezó a minar aquello que habíamos construido, si bien en lo material las cosas marchaban a buen ritmo, en aquello que llaman lo espiritual, aspectos tales como la incomodidad, la desconfianza y el dolor de la agonía empezaron a ser protagonistas con contratos permanentes.

Estuvo en mi grado de posgrado, conoció a mis padres y todo estaba bien hasta que ellos supieron que tenía una hija. De ahí en adelante la presión materna fue insoportable, el argumento de que “esa señora estaba conmigo” me indignaba, pero mi condición edípica era, sin duda, más grande que la libertad que ella me ofrecía.

Hubo aires de infidelidad. No soportó los comentarios y decidió terminar con eso.
Me enseñó el respeto por su origen, la exigencia del sentimiento y la vulnerabilidad de la pasión.
Después nos encontraríamos y todo parecía que podía ser otra vez, pero las amigas en un acto de protección, le contaron mi historia dual, le descubrieron mis artimañas y le rogaron que ni siquiera lo volviera a intentar. Le dije que la amaría siempre y la dejé en paz.

Irónicamente me convertiría después en su asesor sentimental.

Supe que estaba profundamente enamorada de alguien menor que ella, tenía miedo que la historia se repitiera. Su hija creció, el padre de la niña, viene al país de vez en cuando. Su padre sigue con las locuras de siempre, su madre aún amanece con sus amigas jugando cartas, ella sigue yendo en vacaciones a su tierra natal, al mismo club en donde se broncea, a la misma heladería, saluda a sus amigos de juventud y su vida pasa serena.

Hoy la evoco con amor, respeto y admiración, hoy le deseo que sus sueños se hagan realidad, que su hija sea feliz, que su hermano siga triunfando, que su otro hermano la cuide desde el lugar del universo en el que esté, que su padre la entienda, que su madre la proteja, que sus tías la sigan patrocinando, le deseo que mi buena suerte la cobije, que su nuevo amor la colme y que nunca se calle su risa, para que siga siendo la eterna señora bonita, que hoy referencio como la incuestionable mujer que amé.

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