He perdonado muchas cosas de ti hacia mí. Entre ellas, tus ausencias de piel, tus preguntas silenciadas en labios bajos, tus escaseces de gemidos…
La duda sin respuesta sobre tu posible válvula de inundación, las posturas indecentes con las que satisfaces a tus amantes, incluso esa relación extraña que mantienes con la puntualidad.
Hasta hoy, conservo un archivo detallado de las veces que he maltratado mi dignidad por permanecer a tu lado, por ser tu guardián y tu refugio.
He sido para ti piedra de afilar, altar, escupidera, espejo y hasta cuidador de gatos. Contigo he transitado lo incestuoso, lo perplejo, lo obsesivo; me has permitido desvelar las ganas de perderme en el puerto de tus piernas, saciar instintos en tu vientre e imaginar que imagino lo que deseo, aunque a ti no se te dé la gana.
Así, privado del acceso a tu cuello, con la prohibición de tus masajes, la burla de no ver juntos el mar ni amanecer hablando, me he quedado al margen. Sé que existes como una telaraña entre mis decepciones, como un canto con voz desconocida en el lamento de mis dedos.
Esto, sin embargo, no es un clamor de acceso. No es una súplica para recorrer tus curvas ni una petición para que me poseas. Esto es la radiografía de tu ofensa.
"Estoy esperando a que me escriba algo, porque yo me enamoro con cualquier bobada", dijiste una vez, refiriéndote a algún amante foráneo que bauticé 24 (porque solo se comunicaba contigo cada 24 horas). Pero, en un arrebato de autoconciencia, tal vez con el ego herido de escritor monotemático, quizá por la idea fantasmal de nuestro fugaz amantazgo o por la culpa de asumir que tú no me asumes, me sentí ofendido.
Ofendido por lo de la escritura. Ofendido por lo de ponerte atención. Pero, sobre todo, ofendido por lo de enamorarte con cualquier bobada. Y así entré en el laberinto de las preguntas crueles, ese camino que me lleva, inevitablemente, a verte: aburridamente real.
Pero me niego a dejarte, porque sigo siendo, muy a pesar, ese amante de segundo nivel:
Cuerpo, sombra y laberinto
En el filo del silencio,
donde las palabras se rompen
como espejos mal sostenidos,
te nombro sin llamarte.
Que el tiempo es una trama de espejos rotos,
escribió Borges,
y yo me pierdo en su laberinto,
sabiendo que cada paso hacia ti
es un regreso a mi propio abismo.
Tu piel,
ese mapa sin territorio,
se vuelve el recuerdo de un naufragio,
como esas sombras que arrastra la luz,
que susurra Pizarnik desde algún rincón oscuro.
Y yo,
que me jactaba de ser el faro,
soy menos que un barquito encallado.
Pero, Neruda no ayuda:
Quítame el pan, si quieres,
quítame el aire,
pero no me quites tu risa",
porque tú,
en tu desdén metódico,
me has malgastado la risa
y me has plantado la idea cruel de tu ausencia.
Eres la telaraña
que atraviesa los rincones de mi carne,
la música que se niega al oído,
la sombra que se queda cuando ya no hay cuerpo.
No te sé traducir de mis ganas a tus labios,
aunque intente con todas las palabras,
pese a mis obsenidades, delicadezas,
indecencias o formalismos...
Eres lengua ajena.
Y aun así,
me hundo en este poema
como quien desciende al mar sin escafandra,
aferrado a los versos:
Te amo como se aman ciertas cosas oscuras,
secretamente, entre la sombra y el alma.
Pero en tu sombra no hay alma,
solo el eco vacío de un amante
que escribía cada 24 horas.
Yo, en cambio, te escribo con más frecuencia
-cada vez que respiro-.
Porque es la única forma
de no asfixiarme en la cárcel de tu voz no dicha,
de no quedar atrapado
en el laberinto de preguntas crueles
que un poeta dejó abiertas,
para que tú y yo
nos perdiéramos para siempre.
Estoy seguro de que leerás, te enfadarás con mi estilo barroco inconcluso, pensarás en mi exageración, en mi doble moral y mi triple deseo. Pero no te preguntaré si leiste.
Y si alguna vez sale este tema, entrecerrarás lo ojos, quitarás de tu cara tu sexy péndulo capilar y besándome me dirás...