“Se cumplió la cita que se habían puesto vidas atrás; sus cuerpos nuevos en sabor y viejos en esencia se acomodaron sin tregua, ni dificultad. Desnudos, felices, confiados, se reconocían, se acordaban de aquellos tiempos que estaban guardados en las pieles, los olores hicieron una poción extraña como menjunje mágico. Él estaba renuente, refunfuñón, incómodo, pues tenía que quitarla del lugar sublime en donde la había puesto para ponerla en ese vil terreno de espacio físico… era el destino, pues parece que el contacto era la forma tradicional de expresar la llama del deseo que debe desfogarse con el enredo de las pieles, en una especie de roce cutáneo poco trascendental.
Ella estaba tranquila, como si supiera que la cita se iba a dar tarde o temprano, sería algo así como un recuerdo futuro premeditado, desde que lo vio, supo de qué se trataba, ella sentía como un llamado de la selva, un clamor hormonal que le exigía un simple toque de gracia. Se vieron, él nervioso, ella tranquila, su tranquilidad lo ponía más ansioso y la manera como ella manejaba la ansiedad de él era proyectando tranquilidad; era un círculo vicioso, masoquista y necesario, o sea una de esas terapias que duelen pero te curan. En el transcurso del viaje hacia el altar del sacrificio, sólo cabía pronunciar el silencio, respiraban, miraban para otros lados, sabían a qué iban, ella disfrutaba y esperaba, él preguntaba el porqué y sudaba.
Con un protocolo silencioso subieron al séptimo piso, tras la puerta un beso inicial, ella pensó decepcionada que esa muestra insípida sería la continuación farsante de un mal amante, él aun cavilaba en lo sacro de su idealización y como todo sería igual. No hablaban, él se metió al baño y al pasar por el espejo vio su cara sombría, tensa, casi que desconocida… ¿no la deseo? Se preguntó, de inmediato la hidráulica de su cuerpo le informó que sí, y reafirmó su problema psicológico pero vital, profanar aquello sagrado. Se perdió en sus ojos… en los propios, en aquellos reflejados en el espejo; comía algún dulce para negar el almuerzo ingerido, se olió un poco el pliegue de los brazos, observó su nariz sin habitantes y se alistó para la batalla.
Ella miraba por la ventana, esperando ver el futuro que ya su talento mágico le había anunciado, respiraba pausada, parecía una victimario minutos antes de la ejecución, esa sensación de superioridad, de poder sobre el otro, se sabía su dueña, ama y señora. Le ve su espalda, su silueta corta, tenía un centro que terminaba en la punta de su pelo, que caía sobre una pequeña prenda que apenas podía llamarse tal, la toma lento y cuando ella se voltea, lo sujeta sin tapujos, lo recorre, lo marca, hace un hermoso trabajo de cartografía digital, lo referencia, le pone puntos, banderas, alturas, llanuras… Él, consciente, hace lo propio se deja explorar, se asume montaña virgen, tierra de gigantes, pantano, zonas húmedas…
Pasa. Son uno.
Él llora, ella lo consuela, y ahí en su pecho él se siente feliz, tranquilo, protegido, ella le enrosca el pelo, le encanta ser su casa, su hangar. Ella, lo besa, y se acomodan tan fácil como siempre, él piensa cómo se había comportado, ella lee su mente y le susurra flores tiernas, él se estremece, se siente cómodo, ella le narra cuentos de otros mundos, a él le brillan los ojos de emoción.
Ahora son otra vez uno, cada uno se navega, se siente, y se convierten en un extraño yo colectivo, que no tiene fronteras, adversario de sí mismo, cómplice de sus mentiras, anhelante de libertad, sereno y atento. Loma que cava, malo que rulo, vaca que vilo… y sigue en incoherencias, por que se sabe frágil, se viste de locura, se arrienda de inteligencia, se vende de traición, se acusa de humillante y se envía telegramas de citas a declarar inocencias. Es un mutante, es el resultado de estar, de ser, de querer, de probar lo prohibido”.
Suena un celular, al otro lado una voz femenina pregunta alguna cosa, a este lado alguien responde que no tiene tiempo y que va tocar aplazar aquello. Ella termina la comunicación en tono comprensivo pero con sufrimiento, él suspira y piensa que una vez más se salvó de ultrajar aquello que amaba.
En el fondo su miedo celebra, una vez más construyó palacios invencibles, le dio argumentos convincentes, lo hizo temer. El amor humillado paga su apuesta, y espera otra ocasión, con ese aire de perdedor con esperanzas, le dice al miedo, “esto no ha acabado”, su contrincante fingiendo un tono paterno y ladeando un poco la cabeza, le responde, “no, mi querido, esto nunca empezará”
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