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sábado, 6 de diciembre de 2008

Abecedario de Cordura

No sé cuantas semanas de recuerdo pasaron antes de aquel encuentro, llámese coincidencia cósmica o destino, todo pasó simplemente, como tenía que pasar.

Hay que decir que los puntos suspensivos en una relación son un peligroso cheque sentimental, que cobra usureros dividendos al momento de cambiarse. Hacía cinco años que las cosas no habían quedado claras y hoy esa falta de rigor con la pasión y esa pusilanimidad existencial, se cobran con la fuerza de la cascada inminente del amor reprimido.

Debo admitir que la odiaba, con ese odio resentido de no haber hecho nada y no haber dicho lo que sentía, la verdad me mostraba un espejo que permitía reconocerme cobarde, poco gallardo y con la vergüenza como único baluarte.

Ese beso en una tarde fría, beso disimulado, escaso, miserable, estacado en el borde de mis labios, se convertiría en el puerto de llegada y la única referencia de sus recuerdos, esas charlas alargadas por la trivialidad, en las que se habla de todo y de nada, serían las cartas de navegación de mis recuerdos perdidos en sus propia amnesia, esos ojos de paisaje, me los encontraría en la mirada tierna de aquellos que se miran contagiando de miel amorosa todo lo que los rodea, esos dientes subdesarrollados serían mis perlas buscadas en tantas bocas; así la angustia de no saber si era un sueño o un recuerdo, su presencia subliminal, me acompañó hasta ese día en que apareció.

La había visto un par de veces, y mi reacción sarcástica como mi ministerio de defensa, disparaba comentarios sobre su hermoso pasado y mi predilección por lo que era, o quizá, quise que fuera; entonces la saludaba desde lejos como un enemigo agradecido por la tunda pública, con el honor puesto en las medias rotas y la dignidad como zapatos desvencijados.

Chorros de letras para ella y su belleza, amenazantes cartas de olvido, indiscriminadas peticiones de ternura y tertulias solitarias sobre esa relación, se habían convertido en palabras, cuentos y relatos. Párrafos gordos, puntos suspensivos paranoicos, comillas indecentes, signos de admiración aburridos, puntos aparte huraños… todos los signos que dan sentido compraban la lotería de la posibilidad y con fe, miraban noche a noche los resultados por los medios masivos de la melancolía.

Y de repente como el paso a la adultez insensata, me saludó, como si nada, como si mis penas de amor fueran bufonerías, como si mis desvelos fueran juego… los dioses hicieron una pausa, las estrellas cesaron de titilar, las respiraciones del público se cortaron ¿Cuál sería mi reacción? Ella, la más pervertida razón de ser; ella, la infeliz que me causaba las más dulces pesadillas, adornada de pasividad y más bella que siempre, me abordó.

En un afán por ver mis restos de dignidad, me preguntó por algún escrito que yo le había hecho, con soberbia delicada, le mostré un trozo de mi alma vuelto letras, ella en un cambio de guión inexplicable, en una frase improvisada, en un aliento de irracionalidad, dijo que quería verme.

Entonces le regalé un huevo de chocolate, de esos que traen muñequitos por dentro, con tono firme pero actitud miedosa, le dije que ese sería el destino de esta relación discontinua, ella, divertida con mis nervios y segura de su aspecto noble y opulento, movió sus labios y dijo: “Lo que salga aquí, significará entonces lo que somos…” y con esas pausas forzadas, me aturdió con una mirada que prometía.

Estaba con una chaqueta larga de un material sintético con cuello de lana, que le daba un toque profano, una falda que escondía sus piernas con unas medias negras y una camisa, que no recuerdo. Era ella, el mito que se convierte en realidad. Por fin, los astros le habían dado la oportunidad al suertudo mortal: la sublime diosa lo besaría, sellando un pacto de posible amantazgo frugal.

Los minutos tercos se negaban, llegó la hora del encuentro mágico, la vi al bajar la escalera, estaba rodeada de viles mortales, ella cadenciosa miraba con la cruel convicción de saberse con mis tributos de admiración. Antes de la cita había sacado una artillería argumental atroz, me copié de una frase de Homero (Simpson, aclaro) le dije que lo único que le podía ofrecer era mi absoluta dependencia.

El grupo contertulio se dispersó, yo hice una evidente muestra de ansiedad revelada, una mirada suya me hizo saber que ya era hora; salimos con ese disimulo notorio y con ese cinismo necesario que te dan las energías cruzadas por el sentimiento.

Fuimos a un lugar decorado con ángeles y vírgenes de madera, una especie de buhardilla romántica, entramos. Vino la lucha: empezar a conversar; el tema de que en el huevito había salido una bruja, favoreció la ruptura del hielo.

Ordenamos, se acabó el tema de la bruja sorpresa y se acabó el trago, volvimos a ordenar, esta vez pidió algo más fuerte, y así de repente, me tomó las manos, recuerdo mi esfuerzo por no temblar, yo hablaba de todo y ella sonreía, esperando mi silencio; agoté de tal forma los temas casuales y me vi en la necesidad de hablar de ella, le hablé de su soledad necesaria, por su belleza infranqueable, le hablé de cómo nunca la había dejado de sentir cerca y le conté la travesía sentimental que me había llevado hasta ella, le conté mis recuerdos que se habían convertido en esperanzas y asideros de mi cordura, hasta que ya no tuve más que decir, entonces, delicada, dueña de la situación, pausada, disfrutando de mi papel de víctima, me tocó la cara con su mano derecha. Yo bajé la mirada como haciéndole una venia a su postura de modelo, no sé que me dijo, yo respondí no se qué.

Y vino el silencio agresor. Me solté de sus manos para beber un trago más, pensé en decirle que en ese lapso de tiempo la había extrañado, ella me tomó la cara y se acercó y yo, en un intento por salvarme, dije su nombre, entonces ella continuó aproximándose y posó sus labios que parecían como persianas perfectas, como bordes de chocolatina; sentí que movió su boca con delicadeza y en ese momento mi instinto respondió. La besé.

Me invadió un frío azul calmado. Es posible que me haya hiperventilado, que me estuviera asfixiando, pero en verdad eso no me importaba. Vi su cara alejarse y dispararme una sonrisa de agrado; solté el aire y dije lo del color que había visto, ella, como siempre asumió la postura ideal, fingió entenderme.

Nos besábamos en intervalos cortos, interrumpiendo palabras, risas, preguntas hirientes y en medio de la gente, el mesero, con sus ganas de joder nuestras públicas meloserías, nos odiaba.

La llevé a su morada, una especie de palacio con rejas blancas, vivía cerca de donde crecen los Alcázares, rodeada de árboles que contaban historias de romanticismos añejos, su entrada empedrada era el camino que tantas veces había recorrido sola. Había media luz, la zona desierta contaba algunos ruidos naturales, ella parada en su puerta obedeciendo al protocolo real, me lanzó una mirada letal, que me cobraría insomnio.

Desperté, sin saber si lo había soñado o era la traición de mis recuerdos con esperanzas, busqué algún indicio de realidad, alguna bruja, un rastro de chocolate, alguna llamada o un maldito indicador de que mi cordura no andaba fallando

- Hola corazón, estoy feliz, espero podamos vernos esta noche… quiero verte.

¿Me diría acaso que me amaba? ¿Conocería mis padres? ¿Le regalaría un anillo? ¿Me hablaría de sus compulsivos amores del pasado? Nunca la supe, no podré saberlo... el contacto sin contacto es una más de las etiquetas de la memoria cruel, que se cierra a su propia desesperación.

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