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miércoles, 14 de enero de 2009

CLICHÉ MASCULINO

Ya había pasado de todo menos el encuentro corporal. Le había vendido la idea de que yo me destacaba en lo que hacía, esto es, me había expuesto como un buen ejemplar, me mostraba inteligente, sensible, un poco retador, con visos artísticos y comprensivo; me había propuesto que ella tomara la iniciativa en esas lides de la sexualidad. La empresa empezó con inocentes puestas de mano en el muslo, como quien no quiere la cosa, caricias aparentemente inofensivas, leves contactos en el cuello al momento de los besos, artimañas para que me oliera, con el pretexto de descubrir mis nuevos perfumes y esas pandillas de argumentos del deseo disimulado.

Debo decir que ella era perfectamente decente, inflexible en sus buenas maneras, como dicen por ahí, una dama hecha y derecha, de piel anheladamente blanca y tersa, quizá tendría unos 24 años, una nariz empinada y unos labiecillos jugosos en forma de corazón. Había practicado natación, por lo tanto su espalda era ancha, fuerte pero elegante y sutil. Para hablar de sus ojos necesitaría varias vidas, basta con decir que eran negros, vivos, enredados en una selva de pestañas y enmarcados por unas cejas perfectamente arqueadas, que le daban un toque de seriedad y braveza que tanta efervescencia hace en nosotros.

Haber traspasado la barrera de lo beato y encontrar a aquella dama elegante, con peticiones indirectas, caricias provocadoras y besos indecentes, fue la primera etapa ganada, en la carrera copular. Después de ajustar los tiempos, se planeó la fecha del encuentro, la idea, era amanecer amándonos hasta la saciedad, que los cuerpos se estrellaran en la lujuria y que la ansiedad de tenernos fuera apaciguada por los límites de la locura. Todo ello puesto en palabras rojas y promesas impúdicas.

Llegamos a un sitio aledaño a la ciudad, un escondrijo ausente de tiempo. Al cerrar la puerta de la habitación sentí un leñazo en el pecho; se habían acabado las especulaciones y era hora de actuar, de demostrar, como dicen coloquialmente, poner todo en plata blanca, mejor dicho, ahora si íbamos a ver si mi chicanería era cierta.

Silencio, besos de diferente nivel: de labios, delicados, profundos, con más fuerza, intensos, de los que no dejan respirar, cortos y con pausas. Estábamos parados junto a la cama, sin dejar de besarnos, nos sentamos de lado, se escuchaban las respiraciones agitadas; las manos disimulaban con caricias tiernas el impulso de rasgar la ropa -pero tampoco era para tanto-. La costumbre dicta que a esas alturas, la hidráulica testicular, ya debería haber inundado las cavernas de la maquinaria y el héroe ciclópeo -por lo colosal y lo de cíclope- debería estar levantándose arrogante y atento al llamado; pero, quizá por los nervios o por la presión de que todo saliera bien, aquella masa era como el intento de un Sansón alopésico alzando una pluma. Nada de nada.

Maquillé el asunto con el preámbulo, masajes, caricias, alabanzas de su piel, su cuerpo, su cara… pero mi diálogo interno se tornaba tensionante – qué ironía y yo sufriendo por la “tensión”-. Tuve que prolongar la introducción, que bauticé como proemio, estirándola hasta la niñez de un prefacio, que se dilató en la adolescencia conflictiva de un preludio, llegó a la adultez impertinente de un introito para arrastrarse a bastonazos en un prólogo senil. Se alargó el momento y mi enemigo no. Manejando la situación, pregunté por los condones, pensé en ganar tiempo, los busqué en su bolso y en ese instante, miré con desdén a mi otrora magnánimo camarada y entablé una conversación con muecas, que en verdad tuvo tintes de plegaria, que pasaron rápidamente a ser súplica, después indignación y luego otra vez rogativa.

Vino de ella la pregunta infernal: “¿Qué pasa?”, y yo, humillado, de rodillas, buscando las capuchas de látex, respondo con seguridad: “Nada, todo bien”. Ella sonríe, y con cara de lascivia me invita a pasar al portentoso palacio de su cuerpo embadurnado por crema, en aquel intento de masaje simulador. Levanto la cabeza con la dignidad en la mirada, ad portas de la más baja calidad de hombría, paso saliva y le digo: “No estoy listo”, ella como alargando sus brazos me hace caricias prohibidas, frotadas antes fascinantes, besos de vampiro; veo claramente que hace esfuerzos, lo que jode todavía más mi psicología sexual, el momento es insoportable, y mi ídolo ebrio sólo respondía al llamado con fugaces miradas al cielo, con la misma intermitencia odiosa de las luces averiadas de neón.

El colapso del sistema era evidente. El motor tartamudeaba pero no podía despegar… Hubo que recurrir a medidas extremas, más bien de extremidades, aferrarme a la tecnología digital: ¡Manos a la obra! Los encargados de la tarea del masaje, ahora serían los delegados para explorar aquel ángulo supremo, que se estremecía al menor contacto; ellos, buscarían el acorde adecuado en aquel sensible diapasón.

Ella seguía con las caricias y de mi parte la cara de indignación por aquel primer patético performance que no puedo olvidar. Intenté decirle que no entendía lo que pasaba, que estaba demasiado ansioso, ella, callada me besaba, y me recorría como tentando al demonio de mi santidad profanada por su humedad evidente. Yo quería hablar, ella actuar.

Después de varios minutos, el titán delirante se compuso a medias, aprovechamos su “parodia” y emprendimos veloces el avance hacia la gruta venerable, como dicen por ahí: a trancas y a mochas se le buscó la comba al palo, en otras palabras, se hizo lo que se pudo. Lo traumático fue que mi poco enarbolado amigo, se disponía a prestar su “izadés” y mientras me alistaba para ponerle su traje de buzo, el muy infeliz se desmayaba cual serpentina inocente denigrando de su pasada férrea estructura.

Era una pena terrible ver a aquella hermosa dama y su esfuerzo y aún peor, mi desconsuelo al saber que decía que todo estaba bien, que no me preocupara y seguía besándome, haciendo caso omiso de semejante obstáculo… -pensándolo bien, no era un gran obstáculo, era un pequeño gnomo acurrucado, técnicamente en cuclillas, con las asentaderas descansando en sus calcañares-

Me detuve. Pedí tiempo fuera, me fui al baño y le dije mirándolo con seriedad: “Viejo man, hermano, compadre, no me haga esto, sé que hemos compartido las verdes y las maduras, hoy, más que nunca lo necesito, por favor compórtese, con ella no… es decir, con ella si… usted me entiende” y tras unas palmaditas en la espalda como dándole unas felicitaciones inmerecidas, tomé aire, miré mi palidez en el espejo y estuve a punto de soltar la más triste carcajada de desesperación.

Volví al campo de juego, ella estaba acostada presumiendo una desnudez apetitosa, decidí besarla, olvidarme de todo y de repente: “habemus erectus”, veloces lo encapuchamos y empezamos el diálogo corporal, cerré los ojos y pensé en los conflictos ambientales, en la importancia de la globalización para las ideologías, en la trascendencia de la tragedia griega en la novela moderna… me desconecté.

Volví cuando los movimientos se hicieron rápidos y vi en su cara de muñeca una perversa mezcla de placer doloroso, estaba atravesando la delicada línea que hace del inquebrantable gozo un sentimiento del culpa controlado, sus ojos cerrados con señales de aprobación, su cara encendida, su boca tensa y con un esbozo de sonrisa maliciosa; ritmo perfecto, compenetración de almas, cascadas de vacios propios combinados, gemidos, muecas felinas; era ella en cabalgata desvergonzada, era ella escalando los niveles de esa llamada libido, la concupiscencia acumulada, el sudor desplegado en puntas de cristal, su pelo como tinta dibujando saetas, temblor de esencia, uñas que se ajustan a los poros, respiración segmentada… culminación mutua.

Vinieron entonces los abrazos y las cosas tiernas, fue el tiempo de la devoción, de demostrar que el paso animal por ese dique era la manera más humana de acercarse, reaparecieron las caricias, las inocencias, las preguntas, asistieron las miradas que atraviesan los ojos y llegan al corazón; me dijo que hacía tiempo no había hecho el amor y que no entendía mis nervios, me tranquilizó con esas alabanzas que saben hacer las que son amadas.

Después vendría otro momento de revancha. Sus comentarios graciosos -como aquel de que no me preocupara, que ella no era virgen- y su comprensión funcionarían como un afrodisiaco natural.

No sé como salí victorioso de aquella cruzada. Hoy pienso que ella fue generosa en sus apreciaciones, me supo hacer sentir bien, en realidad ella, hacía todo bien.

Aprendí a valorar nuestros contactos como lo más cercano a la eternidad. Hoy veo aquel pasaje de mi vida con cierto gracejo pero ese momento de humillación eréctil me hizo pensar en la ironía universal de que aquello que planeas a la perfección olvida a veces lo sustancial, la lección fue preponderar más la simpleza de lo mágico y como resultado, desde ese momento, oigo más a mi corazón y bueno, a mis cabezas… también les doy su importancia. !Ah! y entre otras cosas respeto profundamente el dicho aquel de "no sea chichipato..."

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