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martes, 5 de mayo de 2009

EPISTEMOLOGÍA JACARANDOSA

Las caricias que habían huido me esperaban con cierta vergüenza, era evidente su arrepentimiento y sus ganas de hablar, eran tres o cuatro, pero tenían en su memoria batallas épicas, como si hubiesen pertenecido a hordas mortíferas de la inquisición pasional. No pude identificar si eran caricias provocadas por ella o caricias que surgieron de mí.

Sé que no “existe” el verbo totear… pero con sevicia lo utilicé en aquella ocasión. Me totié de la risa, del llanto y de la amargura…

De nuevo con las caricias ansiosas de expresar aquel safari por su cuerpo blanco, caricias clasistas, selectivas, renuentes a vincularse con roces de piel, orgullosas de su significado, eran temerosas caricias pseudointelectuales que maximizaban su propia experiencia, en efecto, eran caricias con marcadas pretensiones trascendentalistas y serios cuadros patológicos existencialistas.

Las ignoré, no quise hablarles, las denegué… así como hizo ella conmigo, ni siquiera una simple negación, esto era un asunto de omisión absoluta. Ella decidió no admitir que había perdido el tiempo conmigo, ella resolvió hacer una adaptación macabra que de cuento de hadas se convertiría en canto de Hades… esa tergiversación, sería su comprensión de nuestro pretendido amor… con semejantes antecedentes, por aquello de la dignidad, el orgullo y sus afines, no podía atender los llamados lastimeros de aquellas caricias, no podía darles valor, no eran meritorias del dolor que su ausencia me había causado.

Pero como no las dejé hablar, empezaron a cotorrear entre ellas, eran entonces habladoras compulsivas, ávidas de reconocimiento, anhelantes de seguridad propia, eran ellas, las caricias que quedaron huérfanas, tras la separación de pieles, tras la decisión de los egos de no discutir sobre proyectos vacíos, tras la verdad magra de una vida de responsabilidades en contra de un paraje claroscuro de sueños y personajes de cuentos.

Un día me dijo que ella era un personaje más de mis relatos, otro día hablábamos del destino y de las mentiras, que son lo mismo, y otro día decidió cerrar la puerta de la nave espacial… “¿Qué hago aquí?” me dijo desde sus ojos con pandemia de ira, “No sé” le dije con pequeñas vacunas inservibles.

Hablaban como recien llegadas de un viaje, se decían cosas indecentes, como que una era más perra que la otra o, que una era verdaderamente la canchosa más vulgar y, que la otra era una dama en la calle pero en la cama era una fiera canina sin igual; en fin, su discusión me agobió y vino el recuerdo hecho letargo de presencia ausente, entonces pensé en ella como mi más grande recompensa perdida.

Las miré con seriedad, ellas callaron esperando una frase inteligente, una leve brizna de luz, alguna opinión del porqué estaban allì postradas, yo, respiré, y les dije: ¡No me jodan!, ¡Déjenme en paz!.

Se miraron entre ellas, se codearon y salieron caminando elegantes y refunfuñando pestes de olvido. Yo me quedé fumando su existencia, pues comprendí que quedarse es la formalidad permanente de tener que partir.

Pasan vehículos en la calle, el silencio de la noche tiene sus propios ruidos, veo sombras de sus caricias inermes, veo luces tenues de recuerdos embellecidos por la distancia... Estuve siempre preparado para extrañarla.

Sueño con la promesa de su piel, pero el humo del cigarrillo se me mete en el ojo izquierdo, me parece oir su voz con tono altanero y argumentos desconcertantes, pero la televisión me incita a ver cuerpos deseados, huelo su humedad deseada por los Alejandros Magnos, pero me invade la imagen de su incomprensión inmanente... ¿Otra vez el maldito chiste de la falta de entendimiento? (!Cámbialo! me exije mi editor interno)...

- Señor, ¿me regala una moneda? Digo no instintivamente, me detengo y veo en sus ojos de niño callejero mi miseria, me detengo y leo en su camiseta raida "se regalan caricias".

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