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viernes, 14 de agosto de 2009

CLAUDICACIONES SIN FUENTES

" Tenía dos nombres, el primero una extraña reverencia a la cojera y el segundo derivado de la flor de Lily (Agapanthus Africanus también conocida como Euphorbia pulcherrima que significa "muy bella"), sobre su apellido diré que era tan mágico como su presencia, proveniente de siete míticas fuentes, como una poética casa solariega, donde algunos bien nacidos iban a pasar el verano en la vieja Europa.

Poseía ese talento natural de ser exuberante, extrovertida en el punto exacto, fuerte, ambiciosa y con una fastidiosa seguridad en sí misma. Nosotros, los dependientes e inseguros aduladores, quedamos prendados de esas personalidades libérrimas y autoconocedoras de sus capacidades. ¡Y es que les fluye ese liderazgo natural!, en fin ella, parecía saber siempre dónde quería llegar, eso del temor, era un chiste tonto.

Administraba una sinceridad que rayaba con la indolencia, una convicción que a veces disfrazaba de terquedad y una preferencia por sí misma que untaba su esencia de lujo y poder. De presencia arrogante, de mirada orgullosa, de carácter vanidoso y con unos aires de superioridad, sólo parecidos a los míos. Creo que no era prepotente, en realidad no lo necesitaba, pero fue justo esa altivez permanente la que alertaría mis sentidos resentidos.

Mis frustraciones, mi timidez, mi sensiblería y mis cosas escondidas, me otorgarían el perfil de un trovador inconcluso, sonrojado ante la presencia de ella, que parecía siempre tener muchas cosas que hacer, citas, trabajos, siempre de afán, siempre ocupada, recibía llamadas, cambiaba datos en su agenda, y yo, con esa existencia de tortuga, con la manía de observar las esquinas de los cuadros, con mi verbo ágil y mi espíritu oscuro, yo, intentaría abordar a esta diva que deambulaba dejando un vaho como una de las niñas más hermosas de la universidad. Éramos compañeros de carrera. Y en esos subgrupos que se reúnen para perder el tiempo y ganar la vida, me la presentaron, yo hacía todo lo posible para cruzarme en su camino, y enviarle saludos cortos, intimidados y timoratos, ella no se inmutaba, yo era uno más de la lista larga de idólatras.

Mi mejor amigo y compañero de universidad, un guapo provinciano, que jugaba fútbol y después se ganaría la vida como jugador de póker, parece ser que llamó su atención. Ella, cuando me veía me preguntaba por él, y yo conteniendo mi rabia, le respondía con la mejor y la más fingida amabilidad.

Algún día, me la encontré en un bus de servicio público, me burlé de su aristocracia venida a menos, y le pregunté si acaso no tenía admiradores con carro rojo y vestidos a la moda, la acompañé hasta su casa, y para mi tormento, vivía cerca de la mía.

Nuestros encuentros esporádicos aumentaron, entonces decidí escribirle cincuenta cartas de amor, ese ejercicio literario me permitiría obtener agudezas de su existencia. Vino una exposición de Picasso a la ciudad, y yo, ufanando de culto e intelectual la invité. Recuerdo que mi menesteroso presupuesto de estudiante, quedó mancillado por aquella gracia, también recuerdo que justo ese día ella tenía un insoportable dolor de cabeza y yo unas incontenibles ganas de decirle que me encantaba.

La esperaba, íbamos a almorzar, tomábamos la misma ruta, cuando uno de sus admiradores lo permitía, y de repente ahí estaba yo, en su casa, visitándola un domingo en la tarde, en un extraño rito de formalidad, en una forzada visita desprevenida e intencional. Mi armadura: la ironía y la autoburla; mi estrategia: la incertidumbre; el campo de batalla: su belleza; mi debilidad: su evidente dominio sobre mí.

Un día jueves, bajando unas escaleras, después de clase, me miró y me besó.

En contra de todas las estadísticas externas, y consecuente con mis imposibilidades internas, me quedé perplejo… inmóvil. Recuerdo que abrió sus ojos y de ahí en adelante la decepción hablaría en su nombre. ¡Guevón!, me repetía a mí mismo, mientras caminábamos en silencio. Hice cualquier chiste evasivo y todo quedó como aquel gran fracaso de un adulador incapaz de actuar. Intenté explicarle -y explicarme-, el concepto de perplejidad, de entontecimiento, aquello de la irresolución y la castración pragmática, pero mis palabras aumentaban su desconcierto -y el mío-, era evidente que todo se mezclaba con la estupidez.

Nunca lo superé, esa impulsividad, ese beso, mi discapacidad bucal, mi quietud psicológica, pero sobre todo ese respeto de veneración que no me permitió descenderla a los atajos de la piel. Quise ver a un estomatólogo que supiera de hipnosis, a un adivinador que me leyera el pasado para intentar cambiarlo, quise decirle que no la besé porque tenerla de alguna manera, era como si alguien me explicara la fórmula de hacer milagros o el catálogo de la alquimia. Para algunos, el imbécil que no la besó; para otros el respetuoso que no lo profanó.

Mis naufragios se transformarían en recuerdos, las cicatrices de la vida como impresiones me recordarían los desastres sentimentales y emotivos, el tiempo como gran maestro me enseñaría que la devoción no permite el contacto, pero es en el toque ínfimo de los cuerpos donde oscila la filosofía angular de lo humano.

Como la premonición de un beso, como la súplica para que ella tomara la iniciativa, como el puente roto de mis deseos que se deshace cada vez que la recuerdo..."

Ella estaba terminando de leer el presente texto, sus ojos devoraban palabras y esbozaba sonrisas por el recuerdo, levantaba las cejas de vez en cuando y acariciaba su pelo insinuantemente, su olor, su mirada, sus manos, su atuendo, todo en una armonía sospechosa.

Me acusó de que yo nunca había hecho nada, y que le habría encantado que la tomara a la fuerza, en un acto de insolencia sublime, y seguía pronunciando palabras rojas, y en mi mente se cargaban imágenes de lo que hubiera pasado, sus labios se movían despacio, no había perdido esa seguridad infame; era mi turno de hablar, podía hacerla creer que era la dueña de la situación, pero me cobijó un frío de incertidumbre, no podía retarla, no podía adularla más, pensé en tentarla y entonces ella cambió el tema.

Después de disparos románticos, le hice la sugerencia de que fuera precavida, en ese momento noté su fuerza, me dijo que no quería serlo como reclamando sus derechos de manutención por mi admiración. Empalidecí, no sé si era el miedo por decepcionarla, mi temor a descubrir en aquel cuerpo el cosmos reducido…

Veo que no hay final, me dijo cerrando un poco los ojos, torció la boca y tras un suspiro de indignación…

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