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jueves, 8 de octubre de 2009

VILIPENDIOS SUBTERRÁNEOS

Tuve pánico. Una especie de vértigo en el que todo parecía acusarme de su olvido, una picazón en el pecho que se mezclaba con una melancolía adicta a ella; todo me parecía imposible, inviable, su falta de definición me había puesto en el lugar incómodo de aquel perdedor innato, ni sus cantos de juglaría, ni sus angulosas facciones, podrían devolverme la confianza que se había refundido en sus pestañas escuetas.

Aprendí a venerar su silencio, me hice amigo de la señora que me contestaba “Sistema correo de voz”, le contaba esa travesía de amor y el desencanto de la inadvertencia, ella, la señora, me escuchaba, pero su guión no le permitía decir nada más allá de “(…) Tendrá cobro a partir de este momento”.

Cuando ella (la cruel) y yo (el estúpido) hablábamos, yo recaía en soliloquios cursis, ella, sonreía tras un trago amargo de disgusto, era evidente que no se conectaba con lo que le decía, también era evidente que mis esperanzas de que todo fuese una negación de su parte, se diluían en sus constantes desaires, que aún hoy extraño.

Y es que sus palabras ya no eran parte de un sistema preconfigurado, sino se convertían en una permanente enunciación de imposibilidad, entonces yo le quería detener, pero ella era como un medio eternamente móvil y cambiante de la comunicación dialógica, que nunca poseía una sola conciencia ni una sola voz… como diría aquel que apodaban Vorochilov.

De repente me hallaba en un patético discurso monológico, enfrentado a la intención de explicarle que haría lo que mi temor me permitiera, que si era necesario aceptaría contratos absurdos que implicaban cuarentenas de contacto, limitaciones de expresión y hasta indecencias reprimidas.

Cavilaba en mi propia exigencia de apartarme de su presencia forzada, pero siempre era precavido y entraba a su recuerdo caminando en puntas para no despertar su ausencia fácil, procuraba hablarle con dobles negaciones, para reafirmarle su barbarie emotiva, le enviaba anónimos reconocidos, mimos parlanchines y dolores masoquistas.

Quizá le robaba inspiraciones a otros, pues las mías no cumplían con los requerimientos de sus géneros discursivos, adornaba con notas tropicales mensajes recónditos llenos de esperanza pero vacíos de tolerancia; y ella, me respondía con limosnas sentimentales... se rehusaba a hablar, de tal modo cuando la emocionaba una de mis bufonerías, se sonreía y utilizaba el arma tóxica de la mudez. Pero no todo era afonía, pues mi fama como una plegaría había hecho eco, por ello, hasta su madre quería conocer a aquel adulador profesional, sus amigas se enternecían con mis letras, sus amigos le contaban de mi estado de letargo constante, todos sabían, como una campaña masiva, como una composición conjunta que terminaría en una polifonía huérfana, siempre desmenuzada por su situación de parodia.

Una vez más el miedo me acompañaba, me observaba con resignación y prendía cigarrillos con frecuencia chocante, fumaba con lentitud al lado de la ventana, de vez en cuando miraba al horizonte y soltaba suspiros de impaciencia llenos de humo y amargura ajena (por él) y propia (por mí).

Eso de sentirme perplejo ya era un elemento cotidiano, y cuando me llegaba el sueño sólo era capaz de imaginar, que quizá debajo de su apartamento alquilarían uno, entonces soñaba con oír sus pasos en mi techo, dibujar sus ritmos, saber de sus quietudes, sentir como se duchaba en las mañanas y dormía en exceso los domingos, esconderme en aquel subsuelo, como una obsesión locativa subterránea, era mi más grande punto de identidad.

Pero al escucharla de verdad, retrocedía un metro de autoestima con respecto a los centímetros de fortaleza que había avanzado, su presencia era un talismán maldito, que me protegía de ella misma, pero, tenía el daño colateral de generarme la certeza de que en ella podría encontrarme.

“¿Por qué no subiste?” preguntó en tono tierno, después de que le había enviado una misiva melódica con algún proxeneta romántico, “Pero si me dijiste que no te hablara” le dije, casi con indignación, entonces volvía a arroparse con silencio, “Después hablamos, quizá mañana”, terminaba diciendo, y yo, con la desazón de sus malintencionados puntos suspensivos, asentía con la cabeza y antes de que colgara le alcanzaba a decir un dramático “Como quieras”.

Mis amigos se burlaban, no reconocían en mí a aquel vendedor seguro de halagos y más bien veían a un simple expendedor de malicias, a un decadente y sensiblero prestamista de inquietudes.

Prefiero evitar el tema. Cuando me amenaza su recuerdo, hago cosas para disimular mi posible recaída, arreglo los muebles que no necesitan reparación, limpio los vidrios varias veces... pero es justo ahí, en el momento cualquiera, cuando vuelve a mi mente aquella recurrencia de vivir debajo de ella y siento que su piso es mi techo... (me autoanalizo y me doy pena con este complejo de inferioridad), entonces sé, que ella no es un simple recuerdo, que no es una frustración, que no es una obsesión, sé, que ella es mi magnánima palabra no pronunciada.

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