AQUI PUEDES SEGUIR ESTE BLOG

viernes, 15 de enero de 2010

DURAZNOS QUE SE BUSCAN

Un señor artificialmente calvo con indicios serios de fisicoculturista y con la típica actitud de vigía, nos dio la bienvenida. Nos requisó e indicó que había que pagar un dinero para entrar, así fue como aquellas puertas metálicas, con aplicaciones que simulaban una entrada industrial, se abrieron.

La música un tanto estridente, el ambiente oscuro con luces de neón, las mesas vacías y en la barra las comerciantes que nos miraban con tranquilidad. Al abrir la puerta industrial, pasamos uno a uno, a mano derecha el bar, atendido por un señor malacaroso pero dicharachero, en todo el centro del recinto un corredor que terminaba con unos baños intencionalmente visibles y a lado y lado tubos verticales como en una estación de bomberos.

Para nuestros juveniles bolsillos era oneroso el precio del licor, volvimos a contar nuestros billetes y logramos reunir para una botella de ron, cada uno tenía apartado el dinero por si había que invertir en uno de los posibles contratos de aquel lugar.

Tres amigos y yo habíamos ido a romper el mito del burdel. Uno de ellos era blanco, soñador y organizado con el tema del dinero, el otro era el experto, que había ido varias veces, el otro el más joven y yo que era, sospechosamente el más callado.

El experto trajo a dos, se sentaron a nuestro lado y ellas ordenaron dos tragos de los más costosos, mi amigo el encargado del dinero, no pudo fingir su enojo, se acercó y me dijo al oído con voz alta, “Hermano, si siguen pidiendo uno de nosotros se irá sin aquello”, le dije que si con la cabeza, pero para ese momento una de ellas, estaba bailando con el más joven de nosotros, y el experto ya le tocaba las piernas a la que quedaba en la mesa.

Tomé un poquito de ron (había que hacerlo rendir), y empecé a ver las otras mesas y a intentar descubrir la belleza de nuestras acompañantes, la rubia postiza que estaba sentada en nuestra mesa, tenía unos zapatos brillantes, una falda muy corta y una blusa que cubría sus copas de gran tamaño, su cara era la mezcla de años de saber disimular y la esperanza de no tener que hacerlo más, tenía el pelo recogido y sus ojos con exceso de maquillaje no me quisieron decir su verdadero color.

La que apretujaba a mi joven amigo, tenía el pelo negro y liso, sus rasgos eran filosos, pómulos salidos, mentón delicado y una sonrisa bonita, no me detuve en su cuerpo pues su cara tenía una amabilidad que me capturó, recuerdo que el experto, mientras manoseaba a la rubia, miraba con malicia a la otra y también alabó sus piernas y hasta le quitó un zapato para bromear con lo de la Cenicienta y el príncipe.

Estaba observando cómo aquellas princesas oscuras tenían la habilidad para adaptarse al baile, a los requerimientos y a las bobadas que decían los clientes, parecían felices pero en sus ojos notaba la mecánica esencia de lo repetido. Eran ellas, las de siempre, con sus cuellos adornados, sus pieles con escarcha, sus maquillajes aparentemente perfectos, sus caminados con ondas insinuantes y sus ojos testigos enceguecidos a fuerza de estar en el lugar del encuentro perdido.

La situación era de lo peor, yo, un supuesto trascendental, en un lugar donde el instinto debía primar. Encendí un cigarrillo y una de las damas que estaba en la barra se lanzó como en cacería de la nicotina, “¿me regalas uno?”, entonces mi amigo, el experto, la invitó a compartir nuestra mesa. Mientras tanto el encargado de finanzas, abría los ojos, como para decirle que... y en ese momento la del cigarrillo pidió un trago…

“Ya qué” dijo el financista abriendo los ojos y moviendo la cabeza desaprobando la generosidad, que para ese momento se podría convertir en quiebra, vino entonces mi amigo, el joven, le susurró al oído al del dinero, él se detuvo un momento, entrecerró los ojos, contó en la mente y asintió con la cabeza, le dio unos billetes al novato y este se fue a hurgar aquel vientre.

Para ese entonces, el experto y el financista, habían ido al baño, según me contaron, hubo reprimendas por el presupuesto y algunos acuerdos: “Sólo puede cascarle al asunto el nuevo” ese fue el dictamen. Cuando volvieron del baño, una chica de ébano mostraba sus atributos, pasaba por las mesas y se movía como serpiente, se acercaba a los clientes, se les sentaba en las piernas y los miraba con la inocencia más solapada que he visto. Fue el turno para nuestra ya devaluada mesa sin compañía de damas de honor.

El experto le expuso la mejilla y aquella morena le dio un beso con desagrado, el financista miraba su piel y tímidamente le tocó una rodilla, (todavía, años después, este es un tema de burla permanente) y fue mi turno, estaba detenido en una cadenita que tenía atada a su tobillo izquierdo, ella me levantó la cara y me incrustó una mirada café, sus facciones delicadas no tenían nada que ver con tan voluptuoso cuerpo, ella danzó para mí, estaba seria, con la cara tensionada, como de modelo fatal, se acercó y su olor era de durazno, se acercó más y su cuerpo estaba ardiendo, me tomó por el cuello y me hizo calcomanía de su pecho, sentí la algarabía de mis dos amigos y los aplausos de la gente, yo era el elegido.

Siguió en frente de mí, yo estaba sentado, después de despegarme de su cuerpo, ella dio dos pasos atrás y empezó a hacer cuanta gimnasia de alto riesgo se podía, mostró sus dotes de contorsionista, sus curvas brillaban, se quitó una de las tres prendas, y se la arrojó al experto que aullaba, se agachó y empezó a deslizar aquella diminuta tanga negra con encajes brillantes, parecía estar dibujando su cuerpo, quedó sólo con sus zapatos altos, se paró de frente como cuando los vaqueros van a un duelo, escuché de nuevo la alharaca de todos, ya había vuelto mi amigo el novato, volteé a preguntarle cómo le había ido y entonces mi desnudista se desanimó, sintió un ofensa, le rapó el top al experto y se fue oronda.

Fui despreciado por todos. Era hora de partir, en aquella mesa ya no habían sobras de licor y el mesero levantaba las cejas como exigiendo más consumo; nos paramos, pero antes de irnos decidí ir al baño, cuando pasaba, vi a la del show y estaba fumando, fui al baño y al regresar le quise decir que su trabajo había estado bien, que estaba orgulloso de ser el elegido, que gracias, pero pudo más mi timidez que mis buenos modales.

El del presupuesto revisaba con lupa la cuenta. Pagó y con el excedente nos pudimos comprar una cerveza para cada uno. El novato contó cómo fue, el experto tenía ya tres teléfonos de nuevas amigas, el financista se excusaba por haberle tocado una rodilla a la del show, y yo tenía aquel olor de durazno en mi cara.

Años después hablamos con el novato, “¿Ella Fingió?” le pregunté, “si, ambos, hacíamos lo mismo”, me dijo con voz de nostalgia. Una extraña doble negación que se vuelve certeza, un alquiler de piel, una pulsión baja que se desahoga. Hoy pienso que quizá estuve buscando en mujeres “decentes” aquel olor a durazno, quizá espero que alguien tenga esa habilidad de leerme tan bien, o hacerme creer que lo hace.

Estoy en una reunión importante, en la que se van a tomar decisiones sobre mi futuro, no sé porqué estoy pensando en aquel momento del burdel, se me comunica que debo irme de allí, y entiendo lo del refugio momentáneo, lo de la soledad permanente y lo del interés mentiroso que se cree sus argumentos.

Mis amigos de esa reunión, también se convierten en clientes o princesas que se venden, entonces sé que todo es un asunto de tarifa, que la dignidad tiene su propio régimen de cuentas por pagar, que la humildad se confunde con la pobreza y que debemos, por supervivencia, como aquellas del burdel, aprender a fingir.

1 comentario:

TioRico PoKer dijo...

he perdido mi sensibilidad filosofica y no se que decir de tan minusiosa y perfacta descripción.

si la libertad real es no tener que decir mentiras que difil es sobrevivir en este mundo donde fingir es una norma de supervivencia.

salud amigo por poder ser libre aunque sea solamete cuando compartimos la amistad