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viernes, 12 de abril de 2013

TUS ÚLTIMAS PALABRAS (INTENTO N° 7´908.876 PARA OLVIDARTE)

Para ti, que lees despacio y mal…


Para no fundirme en el fango del odio y vomitar las cosas perversas, para quedarme con tu intento de pensar en mí, para recordar que un día me rasuraste la cara o me arreglaste las uñas, para omitir la sensación viciosa de soledad porque le prestabas atención a todos y dejar de sentir que fui un indigente a tu lado, para guardar en mi alma tu cara maravillada con mis historias sobre mitología y recordar cómo rompiste el miedo de montar a caballo, para quemar mi angustia de aburrirte con mi atención permanente y guardar tu obediencia, para recordarte bien, quiero escribir las últimas palabras que me dijiste:

La noche anterior, habíamos ido a la celebración de un cumpleaños, yo, -como siempre- preocupado por tu estado de ánimo, por tu digestión, por tu vida, porque no sintieras frío… te pregunté qué querías tomar o comer, fui a conseguirte un medicamento para tu dolor de estómago, y te engañé diciendo que era otra cosa, esa fue una de las pocas veces que me dijiste “uich” como exclamación positiva (una especie de piropo extraño) cuando me paré a fumar en el balcón de aquel sitio, al lado del cantante de aquel bar.

Estaba sentado en un rincón, cerca del cantante, (con el cual nos detestamos mutuamente, no sé, creo que fue anti-química inmediata) y de repente me llegó un mensaje de texto, tus cejas se levantaron y sonreíste indicándome con el dedo que tenía un mensaje. Era una amiga, que funge como mi community manager, (ella sabía todo eso del sufrimiento y mi travesía emocional por estar a tu lado) escribió: “¡A la mierda! Mire lo que le publicó” y me copió un mensaje en Twitter que me habías puesto: “Te amoooooooooooo”. Tu cara cambió, “¿Cómo que a la mierda?” preguntaste con tu tradicional hálito de tirana, te expliqué que era una expresión, y le respondí: “Sí, estamos muy bien”.

Fui por cigarrillos y te traje la marca que solías fumar, te animaste a cantar y sonó: “Que te vaya bonito” de Rossana, sé que no me la dedicabas (pero te juro que el sentido de la letra me salía… ¡Coincidencias que llaman!) así, que me quedé en silencio pensando (cosa que traducías de inmediato como mal ambiente de mi parte… ¡lo siento! Hago mala cara cuando pienso… y tú me hacías pensar demasiado), en fin, salimos, fui a tu casa, y preguntaste si yo tenía dinero para el taxi, respondí que no con la cabeza y me invitaste a quedarme. No éramos nada, sólo lo estábamos reintentando.

Para esas alturas, nuestro contacto era una broma, recién salías de aquella operación y las ganas estaban (al menos de tu parte) de vacaciones, así, que era inviable cualquier manifestación, digamos, húmeda; llevamos algo de cenar, e intentaríamos dormir en tu cama infame y mal pavimentada, que en cierto momento adoré con toda mi alma, entramos, tu mascota me saludó con efusividad inusitada, fuiste al baño, e hiciste bromas sobre cómo caminaban los ñeros, me dijiste que al siguiente día saldrías con tus amigos, nos reímos, te desnudaste para ponerte la pijamita esa, que también en cierto momento adoré con toda mi alma, apagaste la luz y te hiciste tan lejos como era posible; mi experiencia me decía que sólo cuando te diera frío, buscarías algo de calor, después volverías a alejarte; te acaricié el cuello y seguí, como dibujando con los dedos, el cauce de tu pelo, empezaste a regular tu respiración y te quedaste dormida, observé tu colección de peluches heredada, la guitarra golpeadora, el Hello Kitty pirata de tu puerta,  el marco de tu espejo, los productos de belleza en una orgía de desorden, y de nuevo disfruté lo que dejaba ver tu pijama de tu espalda; la luz azul clara de la noche le daba a toda la escena un romántico toque gótico, parecido al de las películas de Tim Burton.

Con temor a despertarte, extendí mi brazo derecho y lo pasé por tu cintura, lo posé como pisando un terreno minado, sorprendentemente ¡me tomaste la mano!, quedé congelado, esperando alguna reacción violenta o que me dispararas la mano hasta el infinito y más allá, pero no fue así, me tomaste la mano y me acercaste a tu espalda. Sonreí y pensé que estaba soñando despierto.

Sonó la alarma y me desperté, estaba mirando hacia la pared y aquel intento romántico de dormir abrazados se rompió hasta en los sueños. Te di un beso en el hombro derecho que expresaba un feliz: “buenos días amorcito”, fui al baño, y cuando regresé, estabas con la cara tapada, quise verte, ver tu belleza cuando solías despertar, te destapé y volteaste con furia, como expresando un: “déjame dormir idiota” (a esa hora, no tenía puesta la armadura contra tu desprecio, y la herida fue grande).

Me vestí en silencio, te di algo de dinero, (un billete en el que aparece el poeta José Asunción Silva), con el fin de que me pudieras llamar, te di un beso y recuerdo tu cara con los ojos semicerrados, y tus últimas palabras: “Chao amor… Te amo.”

Esperé tu llamada… esperé un mensaje… durante todo aquel día.

Alguna otra vez, que habías salido con tus amigos, te llamé y el resultado fue funesto, tu lectura de control, dominio y asfixia por mi preocupación me había dejado literalmente imposibilitado de llamarte, lo que nombré como “respetar tus espacios”.

Al día siguiente no apareciste, tuve ganas de llamarte, pero según el párrafo anterior, ese territorio, como la mayoría de los espacios que nos unían, ya estaba minado, así que decidí esperar… llegó la tarde y también la noche. Me enteré por un tercero, de que habías tenido problemas, y lo más patético es que yo, tu superhéroe, que yo, tu mayordomo, que yo, tu asistente, que yo, tu fan, no tenía ni idea.

No oí, después de eso, nunca más tu voz, sólo me escribiste un vergonzoso correo electrónico, (al tercer día) con tu tono particular, de inexplicable niña risueña, diciendo que te hubieras podido morir y que yo ni me había dado por enterado.

De ahí en adelante, empezó mi tobogán de olvido.

Para recordar tus últimas palabras con sonido y no salpicarme de imágenes de tu pretendido cinismo deshonroso, para clasificar tus olores (todos) con la grandeza de mi sentimiento y no refugiarme en tu incapacidad sensiblera de asumir nada, para que ésta empresa de olvidarte tenga éxito y no te vea entre torpes que sólo usan palabras para ofender.

Para perdonarme por haber pretendido cambiarte, para destrozar las ganas de sentirte mía, para exorcizar las peticiones de tus besos, para no incomodarte con mi mala forma de destapar los cigarrillos, para no causarte náuseas con mi perfume, para que quedes en mi recuerdo amable, atenta y frugal... para invitarte a cine indirectamente, para que me mires como si fuera tu propiedad.

Para eso escribo, para reinventarte, para asumir que no desgasté inútilmente mi amor, para que te pueda decir que da igual si fumo o no, pues no me besarás, para que respondas que de todas maneras me abrazarás, para que me muerdas el hombro como marcando territorio, para que me haga a tus pies mientras escribo, para que me haga en tu cabeza y te consienta mientras sigo escribiendo… para no pensar en el alquiler equívoco de tu cuerpo a pieles muertas de poesía, para no verte desde reflejos sudorosos alumbrados por gemidos y placeres que no pude darte... para dejarte libre de mi compulsión de recogerte, mordisquearte y sentirte un simple lugar común, de deseo común... de pertenencia común.   

Para verte en cualquier celebración: cumpleaños, fiesta, o exequias, para ti, que lees despacio y mal… para posesionarme de otra millonésima estrategia de olvidarte y creer que puedo hacerlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sabes, leerlo con este frío más un cigarrillo han sido un placer infinito, qué palabras, qué detalles tan asombrosos, me han dejado sin palabra alguna.