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viernes, 13 de septiembre de 2013

EXASPERADAMENTE EFÍMERO (UNA FORMA DE DECIR QUE ESTOY CONFUNDIDO)


Me abrazó con fuerza y se aferró a mis hombros
con el convencimiento de quedarse tatuada en mi piel,
tenía el pelo con visos rubios
que hacían resaltar sus ojos como abismos de fantasía,
y no más de una decena de botones blancos
en una ajustada blusa negra,
eran la fila que me obligaba a mirar su contorno. 

Ese día habíamos acordado almorzar juntos, pero nos encontramos casualmente
horas antes y después de
su abrazo entusiasta,
 quedé flotando en el olor de su pelo,
en la textura fácil de su piel
y en sus palabras,
siempre alegres,
siempre impetuosas.

Dijo que me llamaría
unos minutos antes de la cita
y se despidió tomándome la mano
con una cordialidad distante e incoherente
con la manifestación esa del abrazo traumático.

Nos vimos,
y me acorralaban
varias sensaciones disfrazadas,
 que estaban en carnaval,
 sensaciones ebrias y confusas,
decididas a arremeter y a trasgredir
cualquier llamado al juicio y la cordura.

Almorzamos. 

Era hora del café y de fumar,
para complementar lo que
se había dicho entre
ensaladas, steaks, jugos de fresa
 y un exquisito postre
que nunca supe de qué era.

Caminamos y en la vitrina de una librería
vimos los libros de E.L. James;
le pregunté si había leído la trilogía famosa de esa autora, me respondió que no,
entonces le dije que era la historia de una niñita de 21 años que se encuentra con un tipo que le enseña cositas sadomasoquistas; sus ojos me miraron con picardía,
como esperando más información, le dije que era una especie de soft-porn, le iba a seguir hablando de los libros
y me interrumpió con una pregunta: ¿quieres ser mi sadomasoquista? yo quedé perplejo,
y ella soltó una risa sabiendo que mi tonito intelectual había sucumbido ante su agudeza natural. 

Llegamos al sitio del café,
y le confesé que, así no lo pareciera,
yo padecía de timidez,
pues para esas alturas,
las sensaciones carnavalescas
ya eran una jungla de temible ansiedad, evidente nerviosismo, pavoroso magnetismo, sospechosa confianza y entusiasmo inusitado. 

Para disimular ese remolino emocional,
pensé en referenciar alguna explicación de lo que me ocurría desde un punto de vista puramente químico;
quise hablar de las feromonas, como esas sustancias
que se perciben mediante el olfato,
“lo interesante –pensé en decirle mientras esquivaba la visión perturbadora de sus dos primeros botones blancos desapuntados– es que el olor de las feromonas es imperceptible, pues es una mezcla de secreciones exudadas por el organismo de manera inconsciente”.


Y toda esta reflexión imaginaria
se vio cercenada por sus palabras:
 “tienes unas manos bonitas”
y me tomó las manos
 con tanta sabiduría y naturalidad
 como si siempre
 hubiesen sido de su pertenencia.


Una vez más, quedé sin saber qué hacer.
Respiré, y mientras ella me hablaba
de alguna experiencia con algún apuesto fortachón e insensible, yo analizaba nuestra comunicación no verbal,
y nuestras manos entrelazadas
parecían ansiosas de tocarse
y pasamos al ante brazo
y en un acto irrefrenable de mi rigidez existencial paranoica, quise apuntarle los botones,
ella, me tomó los dedos,
me miró a los ojos y me guió
para desapuntarle el cuarto botón.


Este era un mundo subliminal,
 un cuadro surrealista,
y yo afuera respiraba y me movía tranquilo, sin perder los estribos,
 pero adentro estaba paralizado
 y a punto de hiperventilarme.
 Para completar la escena
 la cafeína y la nicotina
 ya habían hecho lo suyo, por lo tanto, los nervios en mí, eran tan evidentes que se acercaban a la impericia,
aspecto que ella asumía
 con una diversión desalmada: Me supo suyo.

No me soltó la mano y siguió hablando,
me percaté de sus gafas, de sus gestos,
de sus manos, de sus botas, de sus piernas,
de ella y su propuesta estética, de su discurso, 

de su sensibilidad, de su inteligencia, de su buen humor,
de su sutileza y de su ingenio…
es decir: Me supe suyo.


Nos despedimos
 con un pequeñísimo roce en los labios,
 nos abrazamos y los cuellos
 tuvieron su diálogo íntimo,
 me consintió la mejilla izquierda con un apretoncito, me acarició la barba y se fue. Quedé con tantas cosas por decir,
 quedé indignado pero feliz,
 quedé con la incertidumbre de la siguiente vez, la versión deseable de lo que hubiese sido mejor, una impresión de vacío,
 una certeza de plenitud:
 igual que cuando uno se despierta
 de un sueño que no recuerda bien,
 pero que deja una sensación
 que dura todo el día.

Pensé en lo que no dije:
“Estás tan preciosa como aquella primera vez
en la que tus ojos me hechizaron,
me gusta la manera como me miras,
me derrito ante tu capacidad de reír.
Déjame tocarte un segundo
para saber si eres de material de nube,
¿Este impulso de invadirte de dónde proviene?
me pregunto,
quizá esté fascinado por el color de tu piel
o tus labios, tu lenguaje, tus preocupaciones
o tus paradigmas...
¿Porqué me encantas? ¿Cuál es el truco?...
 ¡ya lo sé Preciosa!”
y en ese momento la hubiera besado.


“Quiero darte muchos besos”
me escribe
 y yo,
 una vez más me quedo pensado,
 como si mi asombro por su belleza,
 no fuera suficiente para confundirme.

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