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miércoles, 5 de febrero de 2025

COMÚN Y CORRIENTE (COMENTARIO)

Hola, me dijo. Y de inmediato noté el brillo en sus ojos. Tal vez en ellos se reflejaba la profundidad de sus emociones, las experiencias de sus viajes o la perversidad de su madurez. El hielo de no conocernos se disipó poco a poco, derretido por minutos que se sintieron como horas y que, en la velocidad de nuestras miradas cruzadas, se asentaron como años lentos. Entonces la vi nadar, la vi beber, la vi argumentar, la vi defender sus ideas y, sobre todo, la vi dudar de mis planteamientos. Hizo artimañas para obtener mi contacto y hablamos de muchas cosas y en muchos tonos: primero, asuntos de curiosidad genuina; después, de gustos compartidos; y, al final, nos aventuramos en la intimidad. Para el resto del mundo éramos invisibles, pero entre nosotros quedó un nexo extraño, hecho de indecencias, coincidencias y ganas -medianamente coartadas-. El balance fue positivo: miradas sostenidas, un par de abracitos prolongados, el olfateo casual de cuellos, la acomodación sutil de posturas, correcciones conceptuales, ostentación de saberes y referencias de viajes familiares. Ni un roce intencionado con dirección determinada, ni un beso fugaz, ni siquiera una merecida palmada en la nalga derecha… Nada. Solo una promesa de cenar, un almuerzo ejecutivo o un desayuno institucional. Es decir: un "quizás" y muchos "es complicado". En mi propio sanatorio mental me aferro a lo que sé de ella: tiene una oscuridad emocional y una profundidad sentimental que, para ser redundante, me enloquece. Su cabello sigue la secuencia de Fibonacci, sus viajes han cubierto kilómetros ajenos a mí, pero apenas milímetros de mi piel. Sé que bebe. Sé que hace cinco días tuvo un orgasmo mediano. Sé que su jefe fue su amiga. No sé más. ¿Quiero saber más? Esa pregunta me ronda en el insomnio. ¿Me querrá probar? ¿O solo seremos un intercambio de egos y alabanzas para evitar un choque de trenes, ya destinados a la colisión? Me ahogo en los libros. Tomo uno al azar. Aparece Fifty Shades of Grey. Me indigno al recordar el desenlace de la historia, no por la insoportable repetición ni por la narrativa pobre de sus escenas sexuales —cuando lo leí, tenía fresca la referencia de Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela de libertinaje— sino por lo, evidente, obvia y predecible que resulta la mente de Christian Trevelyan Grey. Aunque el libro preconiza ciertas prácticas de sometimiento, Erika Leonard al menos introduce un tema novedoso: escenas eróticas explícitas con elementos de BDSM (bondage/disciplinamiento, dominación/sumisión y sadismo/masoquismo), mejor contadas, claro está, por Sade.

Cierro el libro. Pienso. ¿Seré tan obvio como Christian? Me duermo con la imagen de su adaptación cinematográfica. Me despierto sobresaltado. Porque, de pronto, lo entiendo. En esta historia, yo no soy Christian. Me llamo Anastasia Rose Steele. ¡Oh! Ahora soy la jovencita ante un magnate. Advertencia: No iré a tu apartamento a las 2:00 a.m. para cumplir tus peticiones. No iré. Nota: Véase el punto definitivo, que por su impulso primario se niega a ser puntos suspensivos.

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