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viernes, 14 de noviembre de 2025

INSTRUCCIONES PARA MORDERTE

Tenías un caballito de mar blanco escondido en el bolsillo,
como un secreto marino que aún respiraba;
y en la manga, la coraza plateada de una tortuga,
reluciente como un lametazo que aún no quieres entregar.

Un lunar debajo del codo izquierdo marcaba tu geografía íntima,
y tu palabra —afilada en forma de mandato— me ordenaba el silencio.
«¡Cálmate!», dices, mirándome con esa superioridad impasible
de quien sabe, sin confesarlo, que gobierna mis angustias.

Tienes los codos sobre la mesa y pienso en corregirte la postura,
pero de pronto me hundo en el vaho tibio de tu olor
y comprendo el sabor secreto de tus labios antes de probarlos.

Entonces las letras se derrumban,
los argumentos huyen como pájaros asustados,
los signos de ortografía pierden su brújula.
Soy tu hoja en blanco;
eres mi lápiz sin punta,
y me aterra, básicamente,
no poder conmoverte.

Porque me gusta cuando hablas
y tus manos dibujan en el aire la forma de tus palabras;
pero me gustas aún más cuando te rascas la ceja derecha
y me deslizo, sin permiso,
por los dos corazones impresos en tu camiseta.

Otra vez me quedo sin qué decir…
y recaigo en el vicio de contemplar tus ojeras,
de naufragar en tu pelvis,
de arruinarme dulcemente en tus redondeces.

Sin ritmo, sin ventajas
y, sobre todo, sin la mezcla del sudor compartido,
porque tu lengua es esquiva,
tu idioma es ambiguo,
y tu dialecto —¡uich!— es obscenamente sexy.

El caballito de mar se ha ido a consumir analgésicos;
la tortuga ha abandonado su caparazón,
ya no tan brillante.
En cambio, los corazones de tu camiseta
se abrazan con ganitas indecentes,
como si proclamaran que la vida es demasiado corta
para permitirle espacio al odio.

Y yo, miro.
Y yo, trago saliva.
Y yo… siento
que algo se me forja por dentro,
una promesa encendida
de morderte despacio el cuello.

lunes, 15 de septiembre de 2025

DE TU APAPACHABILIDAD

Esto me resulta agotador: volver a tu imagen, invocar tu olor, hostigar las ideas para descifrar si son solo proyecciones febriles de mi pelvis en batalla con la tuya, o rasguños juguetones de un minino libidinoso. Y paso, entonces, a la fatigosa tarea de clasificar, desechar, valorar las ocurrencias que pudieran aspirar a ser publicables.

Nada.

Todo desemboca en ese asunto tan mundano como sublime: saborearte. Con cierta aflicción debo admitir que lo más próximo a un contacto verdadero fue aquel masaje en tus pies, o aquella invitación —torpe y otoñal— de adulto mayor a un SPA, convertida pronto en el blanco de tus chistes crueles.

Así, regreso a mi sitio: el del mirón secreto, más entregado a tu intimidad que a la vulgaridad, aunque mis palabras nunca logren franquear el peaje de tu sonrisa y mis ansias se diluyan en el vaivén de tus cejas movedizas.

Y sin embargo, te apareces de pronto como un objeto mullido, un peluche adorable que suplica ser abrazado, con instrucciones precisas de “presione aquí”. Pero en un giro brusco de guion, tu voz desliza el léxico del sadomasoquismo, y explicas con sofisticada convicción que el dominado se transforma, al fin, en dominador.

Mientras observo tus labios moverse y escucho tus palabras obscenas, mi mirada recorre tu cuello, el cabello recogido, los huequitos de tus pómulos… Y despierto con el eco de tus movimientos y con los archivos escondidos del olor exacto de todos tus pliegues.

Lo sé (para Valeria)



Lo que me queda es tu ausencia,
mis días son la medida de los que me faltan para verte,
porque tu sonrisa es mi horizonte de esperanza,
y mis ideas diarias se renuevan con tu ternura.

    Me queda pensar desde mis pedazos 
    y saber que eres aquella princesa de mil colores
    para fundar con optimismo insolente el dolor de tu ida.

            No puedo hablar sin el quiebre del llanto,
            te desvaneces en imagenes altisonantes
            que me llevan a clamar por algún tipo de justicia.

                Te veré... y solo me queda la mundana idea
                de que estás en la vera de mis tardes.