Esta historia comienza por la depresión de un lobo que sabe que su víctima conoce su final. Más bien desgarbado, con orejas blandas, de pelambre escaso y una halitosis que disimulaba con pepitas de eucalipto. Todo empezó mal desde que la conoció, quizá lo más denigrante era que ella sabía chistes sobre su historia en común; así, la primera vez que la vio, ella le preguntó si se la iba a comer, el asintió asustado, entonces, dijo ella, tapándose la boca para disimular la risa, mi nombre será doña Caperuza de Feroz.
Hubo silencio, y en verdad se le quitaron las ganas de comerse a aquella farsante comediante. Fue el momento en el que se movió su propia naturaleza fiera y se supo débil, pues un simple comentario le había quitado su apetito, era evidente, pensaba, es un problema gastro-humorístico.
Fue trágico el cometario que hizo ella sobre la ironía de ser un lobo vegetariano, o cuando recreó la vez que estaba el lobo disfrazado y le pregunta Caperucita, “abuelita y esas orejas, abuelita y esos ojos, abuelita y esos dientes, y la abuela le responde, si vino a criticar devuélvase mijita” Caperucita pataleaba en el suelo y se revolcaba por sus propios comentarios, sus carcajadas eran estruendosas… el lobo sostenía la respiración, y soltaba el aire bajando los hombros.
“Imbécil”, se decía mirándose al espejo, “eres famoso por los chistes de otros, quién eres…” decía mientras ponía su garra desgastada, porque para esas alturas ya se comía las pezuñas de los nervios. Entraba en depresiones y se sabía un vil personaje ahora sin intenciones malévolas, aprendió a extrañar los comentarios, aprendió a oír el silencio, y en sus reflexiones pensaba en el deseo que podría llegar a sentir por esa, la chistosita.
Caperucita, por su lado disfrutaba de información privilegiada, era diestra con esa cosa de combinar los colores, su caminadito saltarín tenía cierto efecto indignante, pero era esa mirada tierna pero alevosa, esa almita de niña pero con sabiduría de anciana, era esa ansiedad tranquila lo que desplazaba al lobo de sus casillas y lo convertía en un reflexivo y nefasto autopsiquiatra.
En él se gestaba la pelea, de las ganas y el deber, de la mente y el cuerpo, de eso del espíritu y lo corpóreo. Después de estar en lo profundo de su cobardía decidió salir y cumplir su misión, hacer lo que tenía que hacer, su naturaleza era su más grande negación, pero, esta vez, todo iba a cambiar, un solo tarascazo, impío, contundente, letal.
Pensaba si la iba a asechar o a acechar, pensaba en la importancia de la s y la c, pensaba en la importancia de hablar bien, y ella apareció feliz, lo miró y le dijo, “yo también le tengo ganas.”
No pudo reaccionar, su ferocidad una vez más quedó humillada, ella lo interrogó mirándolo como adulta, ¿y entonces? Él balbuceó, no sé…
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