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martes, 21 de octubre de 2008

De por qué no soy un tritón[1] o la historia de un (lo)pez de oro.

Tuve una extraña adolescencia. No sé si superada, pero en general afortunada. Me alejaba de aquellos tradicionales juegos de fútbol callejero de mis amigos para refugiarme en mi aprendizaje de guitarra, releer a Julio Verne y asumir mis primeras novelas de García Márquez. Ello me hizo un tanto sombrío, ajeno, pero por mi estilo payasín, gané cierta aprobación de mis contemporáneos.

La cosa transcurría entre el acné de la frente, según mi madre por el mechón -más bien ñero-, que llegaba hasta la ceja izquierda, el buso cuello tortuga y encima un saco de lana en cuello V, los jeans desleídos pero no rotos y como un sello de alcurnia los tenis de marca. Era importante, tener botas de básquetbol desamarradas, lo que redundaba en un caminado sonoro de arrastradas.

Era 1989, el Rock en español era lo que generaba identidad entre los jóvenes, yo por creerme diferente escuchaba los conciertos de la Biblioteca Luis Ángel, en verdad dormía, sin embargo me sentía orgulloso cuando comentaban de mi corta edad y mi bagaje… ¡Oh! Engaño ¿Cuan soporífero fuiste? ¿o talvez…eres?

Yo iba a exposiciones en la Luis Ángel, allí la conocí. Por esas cosas del protocolo, había que ir elegante, entonces me ponía la hebra, desocupaba la puntilla, dejaba aguantando hambre a las polillas y sacaba senda vestimenta que consistía en un pantalón de paño escocés (hecho en Medellín y comprado en Sanandresito de la 38) un buzo rojo cuello tortuga de mi padre y mocasines Corona, con su respectivo centavo de dólar atascado en un marsupio raro e inútil… media blanca… ¡Cómo duele el recuerdo!

En una ocasión había una exposición de pintura, el rigor de mostrarse culto obligaba a husmear allí y poner cara de interesado, es más, de conocedor. Me encontraba mirando una de esas expresiones caprichosas, cuando me engatusó una voz con la pregunta siniestra, “¿Qué opinas?” Respondí engrosando la voz “Eh, - inclinando un poco hacia un lado la cabeza y tocándome la barbilla- creo que” y dije lo que había escuchado decir de otra pintura, “Tiene una referencia estética clara y me parece que la técnica es impecable”

Sus cabellos de oro como rizos de comercial, que hasta ahora no he vuelto a ver, resortaron como felices por mi respuesta, “Hola, me llamo… y mi esposo es quien trajo la exposición” “Gracias…” y me dio la mano esperando que le dijera mi nombre. Sonreí, y vi cómo aquel cuerpo que copió Pepo para hacer a Yayita, si existía. Huí de ahí, pues ella le iba a preguntar al autor original de la frase, que me lanzaría al estrellato -me prometí, sin cumplirlo hasta ahora, no chicanear con conocimientos ajenos- y la vida siguió entre el gel[2], las cremas antiacné, las autofustigadas, las malteadas y el furor de la pizza por porciones.

Quince días después, luego de una ardua jornada de clase en el Colegio Agustiniano del Centro tenía mucho sueño, entonces fui a un concierto. No pude dormir muy bien, por que había unas damas distinguidas que se sentaron a mi lado, pero eso sí, me pegué mis pestañeadas; al final, cuando todos salieron me sorprendió una rubia, empacada al vacío, en un traje negro, con unos ojos verdes artificiosamente maquillados, su boca de dulce y su voz ya conocida.

Hola, dije con cara de cordialidad pero con la mirada fija para recordar, como cuando te saluda alguien amablemente y no tienes ni idea quien es. Soy… la de la exposición; empalidecí, me hallé descubierto por aquel fraude, pensé en admitir que todo era mentira, ella interrumpió mis policíacas deducciones, y me presentó con otras amigas. Fuimos a tomar café, debo admitir que fui chistoso, lo suficientemente agradable como para volvernos a ver.

Me pidió que la acompañara a otra exposición, fui, después en la copa de vino, me presentó a su esposo, y le dijo que yo había hecho el comentario ese, esta vez mis lecturas policíacas me acorralaron, pensé en desmayarme, en la posibilidad de que mi patrono de frases estuviera allí y reclamara su autoría, en mis padres visitándome en la cárcel, todo ello se apaciguó, cuando aquel señor, de origen árabe con la cara de Tucán mas fiel nunca vista, me dijo que yo era muy joven para tener semejante apreciación, e inmediato, después de escuchar su nombre, me preguntó la edad, agité un tanto el vino, tomé un trago y sin respirar dije “19, ya casi veinte” - gracias James Bond.

Rieron enternecidos y siguieron saludando a los gorreadotes profesionales de vino, creo que fue mi primera vez en cuanto a mayoría de edad, que asumí la procacidad o vale decir el cinismo. Ella era fantástica, su presencia alegraba todo, me arriesgué con una metáfora y le dije que ella era como el rey Midas, pero con la magia de la belleza, en aquel cafecito sus ojos se hicieron invierno ante mis palabras.

Falsifiqué unas frases de poetas, las revolví con mi información femenina provenida de las revistas Cromos, Vanidades y Ella, y le decía cosas que ni yo mismo creía, sobre su belleza, su forma de caminar, su olor. “Poeta”, me dijo, “Poesía… eres tú”, respondí. En verdad -lo juro- no conocía a Gustavo Adolfo Bécquer.

Más exposiciones, más cafés, más lisonjas. Un día, en un bar cerca de Galerías, pedí un Martíni, - otra vez gracias 007 - ella hizo lo mismo, después me confesaría que nunca lo había probado; se tomó 3 seguidos, el resultado fue una alegre treintañera voraz, a la pesca de un jovenzuelo anzuelo.

Fuimos a su lujoso apartamento: pisos de mármol, esculturas blancas y negras, flores, fuentes, 2 salas, como 4 baños con tina, espejos, pinturas, una biblioteca gigante y ese olor a cobre que nunca me expliqué ni olvidaré. Me senté en la sala más grande que mis nalgas hayan presenciado, me llamó la atención una mesa de vidrio –digo, toda en vidrio- una lámpara que sólo he visto en iglesias y una especie de pared de agua azul con burbujitas divertidas que serpenteaban sin cesar.

Ella me llamó. Estaba dentro de una de las tantas tinas, sus ensortijados cabellos se rehusaban a alisarse, la ebriedad menguada la hacía consiente del pecado y yo para ese momento me quitaba la media restante. Me zambullí.

Estoy seguro de que mi capacidad pulmonar de catorce años se puso a prueba, entendí el sino de mi apellido, encontré una almeja, con perla y todo; en fin, hice mía a aquella sirena -Miento, ella me hizo suyo- pero la pesca milagrosa continuaría en una cama hecha como para diez personas, con cortinajes al estilo victoriano que colgaban a los lados, recordándome los boleros de colores, tan típicos de los viejos buses de la Caracas; en medio de una media luz rojiza y celestina que hacía de los pliegues un cuadro libidinoso de claroscuros perfectamente compatibles.

Acabó. Le dije que todo había estado muy bien, que gracias, ella se quedó observándome y extrañamente me preguntó la edad. “catorce, pero ya casi cumplo quince”, dije con tono socarrón, seguro e impasible, -qué orgulloso habría estado Sean Connery- ella se tomó la cara con ambas manos, meneando la cabeza, y me miró con desconcierto “¿Pero cómo? Si dijiste que veinte”. Y dije el chiste más imbécil de mi vida: “Algún día tendré veinte ¿no?”… El tonito relajado que dan los Martinis se fue, así como yo, de aquella mansión.

Me la encontré en otra exposición y dijimos al tiempo: “tenemos que hablar”, me había preparado con un Arsenal de frases aduladoras, unas justificaciones sensibleras y toda la retórica de Acuario Estéreo –que era la emisora romanticona de esa época– Me calló con un beso, me dijo que mi cabeza no pertenecía a lo que yo era, en serio pensé que era una referencia sexual, prosiguió con las explicaciones y nos fuimos en uno de sus carros al lugar de consumación. Ya entrados en confianza y con la moral y esas cosas molestas para los desfogues de la carne, dejadas en el camino que marcaba la ropa tirada por el piso, tomamos la cosa con humor ¡fuimos a lo que íbamos!

De repente me recogía en el colegio y, bueno ya no hablábamos de arte, ejecutábamos. Tres meses en ese agite, con las buenas reservas de aquella hormonalidad adolescente -¡Oh! La abundancia…
Su esposo iba y venía, pero no se quedaba mucho tiempo. El árabe volvió para quedarse un tiempo largo, -menos mal. Algún día me invitaron a su casa a cenar y todo continuó en su debido orden. Yo era su amante y ella… no lo sé. Hasta que aquel día de julio cuando, después de la zambullida y la búsqueda del tesoro, me soltó la noticia: tenía dos meses de embarazo, y no sabía de quien. Sentí lo que ahora siento cuando me hacen una entrevista de trabajo, un aprentoncito justo allí, que se refleja en un nudo en la lengua.

No nos vimos más. Ella siempre se comunicaba y no lo volvió a hacer hasta mi cumpleaños, a finales de Agosto: me dijo que nos encontráramos. Llegué unos minutos tarde y ella estaba allí, su figura ya dejaba ver el vientre abultado, la intenté saludar de beso en la boca, se volteó con frialdad y dijo: “Me voy para Estados Unidos, mi esposo se va del todo y creo que lo mejor es dejar todo así”. Asentí con la cabeza, me tomó de las manos y me dijo: “Gracias”... Yo ya conocía a otras amigas suyas y mi historia de “damo de compañía” continuaría por algún tiempo más –aunque no mucho en realidad… sólo un par de años.

Si tengo un hijo debe tener diecinueve años: lo imagino un magnate del petróleo o algo así, por razones de seguridad, es mejor no reclamar la “hijidad” responsable, espero -por las mismas razones- que haya salido parecido a la mamá.

De ella, me quedaron algunas cosas entre las que puedo contar, además del enorme botín de remembranzas –con un cierto hálito de piratería- un dije de oro en forma de pez que me regaló, unos invaluables contactos con sus amigas, las comidas en restaurantes finos, mi animadversión por el buceo y mi repulsión por el nuevo James Bond –¡habrase visto! Dizque con metralleta y camisa sudorosa.

NOTAS:

[1] En la mitología griega, Tritón (en griego antiguo Τρίτων Tritôn) es un dios, mensajero de las profundidades marinas. Es el hijo de los dioses marinos Poseidón y Anfitrite. Suele ser representado con el torso de un humano y la cola de un pez.

[2] Es posible que se diga la gel, pero en estilo estricto de gomelo, es el gel.

2 comentarios:

TioRico PoKer dijo...

eres el poeta de la prosa.

grandilocuente descripción, agradable a los ojos porque me pintaron claramente el panorama, pude visualizar con perfecto detalle tales vivencias... esos risos dorados que viste y no has vuelto a ver tambien los vi gracias a ti.

LA RATA dijo...

Bueno estimado profesor, esto me anima a ilustrar tan encantandora carreta y claro, yo tambien destesto al nuevo James Bond, pero amaré siempre a las chicas bond como la que describes.