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domingo, 5 de octubre de 2008

Ir a cine... ¡Cómo has cambiado!

Como lo hacen algunos sociólogos que no pueden explicar fenómenos sociales y vuelven todo un ritual, he de decir que otrora, ir a cine era una cuestión de incierta magia iniciática.


Insospechadas filas de cuadras enteras, en las únicas y reconocidas salas del centro de esta ciudad, donde aprovechando la espera, se podían apreciar vendedores de espectáculos circenses que iban desde tragasables, escupefuegos y bailarines de rap, niños cercenados cantando “gracias a la vida”, hasta osados malabaristas sin más colchones de protección que el mismo asfalto.


Como había horarios establecidos, se formaban dos filas de similar tamaño, una para comprar las boletas y otra para entrar, como es común aparecían personajes que se ganaban la vida vendiendo puestos más adelante, además ventas de toda clase de maní, chicles, caramelo, con sus respectivos anuncios, de “lleve aquí que adentro es verracamente caro”… ¡Era posible entrar comida!...


Las sillas de madera caracterizadas por ruidos funestos, los escalones, que en sus bordes mostraban filas interminables de bombillos, el olor a ropa guardada, los baños clara muestra de aberraciones antihigiénicas, todo ello sumado a las malditas registradoras oxidadas que se resistían al paso de cualquier buen samaritano, en efecto, había que ser un tonel de potencia, para atravesar semejantes obstáculos finales.


Ya adentro la luz ambarina adornaba el paisaje misterioso, la gente como una terrible masa, entraba en pequeñas manadas a apropiarse de espacios, por ello algunos traumas empezaban con el ya concebido “está ocupa’o”, y la ubicación pese a las horas de fila, no era del todo buena, eso sin contar con los famosos peinados que obstaculizaban la visión e imitaban el copete de un extraterrestre… el nunca bien ponderado copete ALF, cuya burla generacional, hemos de soportar por años. Era evidente que no había sitios preferenciales.


Como la entrada de comida era libre, había quien entraba aterradores trozos de chicharrón, que compartía con toda la familia, con litros de gaseosa envasada en vidrio, servida en vasos de mermelada y por supuesto, como postre fundamental el herpo. Pero era obligatoria la compra de maíz a una señora de gran tamaño y manos imaginadas por Botero, en un carrito con un cubículo, como el papamóvil, pletórico de las anheladas pepitas de maíz. Los cónicos empaques quedaban vacíos y regados al final de la función, como clara muestra de satisfacción del producto.


Los personajes que se proyectaban, eran humanos demasiado humanos, con celulitis, gorditos a los lados, despeinados, hablados recurrentes… cabe anotar que a nuestro país, llegó buena cantidad de cine mexicano… en fin, eran personajes no tan fastidiosamente perfectos como los que hoy en día se nos muestra. Esto es una fehaciente muestra de envidia por los abdómenes marcados y los cuerpos libidinosos que hoy ostentan los Hollywoodenses personajes.


Hoy en día, las cosas son bien distintas, hacemos reserva por teléfono o Internet, podemos llegar unos minutos antes, hablamos a través de sofisticados sistemas de sonido, similares a las cárceles de alta seguridad, con hermosas pero uniformadas muchachas. Ya adentro no hay masas enardecidas de gente buscando su puesto, además no hay una sola sala… muchas opciones, muchas películas, muchos horarios, muchas gaseosas… Además si se cumple con la tarifa se puede escoger aristócratas sillones en clase preferencial… Polimultihipervariedad… con algunos sobrecostos pero algo bueno debe traer esta época.


Amable gente con linternitas, nos indica el puesto, hay servicio de cafetería hasta la silla… lo mejor… los baños, con diseños agradables, amenos, acogedores… casi da pesar dejar sobras biológicas allí…

Los espectáculos han cambiado, hoy encontramos todo tipo de maquinitas, juegos, combos, muñequitos, adornos, brownies, gaseosas litro personalizadas, vasos decorados, canecas descomunales de maiz pira… ¡perdón! Pop Corn, que en muchas ocasiones podemos ver medio llenas. Todo parece una simulación, nos divertimos disimuladamente.


Sin embargo y pese a la comparación, siento nostalgia por algo. Hoy en día al terminar la película, cada quien sale disparado hacia su propia rutina, vuelve a su cara de corporación, vuelve a su angustia, vuelve a su esclavitud sistemática.


Antes, cuando terminaba la función, nos quedábamos unos minutos más y sin embargo salíamos en grupo, eso si, pendientes del bolsillo o la cartera, pero escuchábamos cometarios, chistes, chismes, simplemente parecía que no había tanto afán de vivir la vida como en una película, además muchos íbamos comiendo herpo.

1 comentario:

Unknown dijo...

Un visión muy personal pero realista de la transformación sociológica de las salas del cine Chicumbiano.