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domingo, 5 de octubre de 2008

La Social Bacanería I

I can`t with Kant…


Me he preguntado por ese concepto extraño, casi gaseoso, llamado colombianidad. He buscado en el armario, en el abecedario, en mi monedero y hasta en cuadros de Botero, y como una ironía epistemológica, como quien dice una chiripa (chimbazo, para algunos), encontré una semi-explicación en un altar urbano, en un mamut mecánico, uno de esos aparatos llamados buses ejecutivos.


Para aquellos que no se han inscrito en el circuito obligatorio de Transmilenio, aun queda la maravilla sospechosa de abordar un ejecutivo, con su respectivo protocolo. El conductor, que lleva consigo su propio sistema simbólico, de estampitas, protecciones y frases incomprensibles para otras culturas, hace alarde de buenos modales, con un “Éche pa´trasito, por favor”. Los asientos casi siempre ocupados, esconden rostros tensos; cuando la buena providencia así lo permite, un asiento vacío se muestra al final de corredor estrecho, allí, se pueden observar muestras de amor inconclusas, pasión por equipos capitalinos, adaptaciones filosóficas de elevado nivel con aforismos tales como ”¿De quien son trompas? Att: Falopio”. En fin, en ese contexto motorizado, con vidrios de salida de emergencia que no son, algunos colgandejos como adornos barrocos y olor a húmedo, descubrí eso de la colombianidad así:


Calle 68 - Avenida Cali. Un día cualquiera entre semana. 8:30 de la mañana. Usted puede tomar un alimentador de Transmilenio, o esperar un bus… Lo que primero pase, esa es la ley. Me subí a un ejecutivo, y lo primero que hallé, fue un conductor con cara de amable, pero gestos de esquizofrenia avanzada, el tipo iba muy despacio, tanto así, que algunos de los compañeros de viaje, golpeando la sillas decían “Hágale haber o quizá Hágale a ver”, caso omiso a recomendaciones el conductor siguió despacio y además recogiendo personas, que a pesar del cupo lleno, seguían subiéndose cual Arca de Noe en su último llamado.


El pasillo atestado de personas, el señor conductor compitiendo palmo a palmo con tortugas, de pronto irrumpe triunfal un vallenato en vivo, era una criatura de 8 años, que sólo se escuchaba con una guacharaca improvisada cantando, “por eso la plata que cae en mis manos, la gasto en mujeres, bebida y bailando”… Aplausos. Cada quien, desde su incomodidad por el hacinamiento, esculca sus bolsillos o bolsos y le paga el pequeño show al pequeño juglar.


De repente, el conductor se da cuenta, que a una cuadra de distancia un escuadrón de policías de tránsito está parando a aquellos que lleven sobre cupo. El profesional del volante, detiene el bus, sacude su melena alborotada y se dirige a la tropa con inspirado acento: “Vean, lo que pasa es que ahí hay unos tombos, y yo se que está un poquito lleno el bus, pa´ver si me hacen el favor, los que están de pie y se me agachan un pin… es pa´que no me jodan y me vayan a partir”.

Un segundo de silencio, y por arte de magia, la solidaridad apareció desde los que estábamos sentados “si, si, colaboremos”. Una mujer obesa en edad y cuerpo, se niega a agacharse, de inmediato el reclamo colectivo, alguien le cede la silla y el buen samaritano se agacha. 30 personas en cunclillas, el bus arranca de nuevo y justo en la esquina donde estaba el escuadrón de agentes de tránsito, el semáforo en rojo… todos en silencio, agazapados, como esperando una desgracia, pero con la certeza de la buena suerte, con los ojos abiertos y los espíritus cerrados, oraciones al Divino Niño del 20, al señor Caído de Monserrate…


El semáforo cambia, el bus arranca e inmediatamente una voz que anuncia el éxito “Pasamos”. Nuevamente aplausos, risas, ¡Abrazos!. De ahí en adelante, el ambiente fraterno era el común denominador, se comentaba, se reía, se festejaba el triunfo…


Debo admitir que el conductor aumentó la velocidad en demasía y a pesar de los saltos hasta el techo de algunos, la gente celebraba cada hueco, cada sacudida, cada estrujón.

Timbré, dos cuadras después, cuando el señor paró, me bajé no sin antes despedirme de mis compañeros de aventura. Ahora extraño mi billetera, mis papeles y $12.000 pesos que tenía allí.

Muy seguramente gané 12.000 razones para seguir maravillado con esta mezcla extraña de fraternidad, evasión y astucia, con esta amalgama de sensacionalismo, sapiencia popular y deseo de progreso… ¿Progreso?.

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