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lunes, 22 de diciembre de 2008

Del malentendido de un man tendido esotérico

Ese día nos habíamos imaginado en una fantástica charla, cómo serían los orgasmos de su madre. Por respeto debo aclarar que, mi en ese entonces suegra, era una señora energéticamente esotérica, decía tener contactos con ángeles, vírgenes, sabía de los ciclos lunares, conocía de las cartas del tarot, veía las auras de las personas… en fin, una Hilda Strauss doméstica. De ojos claros y un rubio encanecido que la hacía temperamental, se cuidaba la piel como el alma, de frente amplia, alta, elegante y con un novio extranjero, que según escuché, era el único que se la aguantaba. Otro personaje que entra a esta historia, era la hermana de la dueña de mi corazón, ella, la hermana, era una mujer bonita, exitosa, ruda, pero profundamente sola, se había enamorado de un personaje comprometido, y de tal forma ejerció como amante largo tiempo, después terminarían y según un avance noticioso reciente, volvieron, él ya se separó, ella, siempre lo esperó. De la propietaria de mis latidos, puedo decir, que me inspiraba versos profanos, me hacía ver como un lobo falaz y me hacía llorar con sus escritos.

Vivían las tres en uno de esos conjuntos residenciales gigantes, en los que todos fingen ser amables; para llegar hasta esa torre y hasta ese apartamento, era necesario anunciarse, recorrer un caminito empedrado e iluminado, pasar por un extraño montículo que rugía, atravesar un parque infantil, mirarse en un espejo y allí, a la salida de un asensor, en la puerta izquierda, estaba ese templo de buena energía.

Debo decir que no había sofá, sillón, sofacama o algún mueble para ver televisión, en cambio, unas incómodas sillas de madera, que parecían escupir a quien se intentara sentar en ellas, por lo tanto, casi siempre, se encontraban cojines, mantas es decir, una especie de estera sofisticada; a la izquierda la cocina, por el pasillo a la derecha, el templo blanco de la suegra, con una ventana desde la que se podía ver y recibir los baños de luna, enseguida, la habitación de la terrateniente de mi motor vital, al fondo la habitación de la “Doctora” (recordemos: exitosa pero sola… en ese entonces), ella tenía baño propio y los lujos de ser la que más aportaba en la casa; a la izquierda el diminuto baño y de vuelta, la cocina que se conectaba con la sala. Ahí, al ladito de la cocina, cuando la ama de mi cardiaco amigo, se agachaba a conectar el computador, ahí, sentía las más perversas obscenidades tiernas, que se puedan imaginar.

Ese día, llegamos al tema de la sexualidad de nuestros padres, y en un chiste mutuo imaginamos los angélicos orgasmos de mi suegrita, cuyo nombre no me atrevo a invocar. Para ser honesto, debo decir que entre mi amada y yo, no habían pasado más que provocaciones, pero ya nos habíamos comido con palabras, acariciado con rimas inconclusas y enredado con frases insolentemente alborotadoras.

Domingo después de medio día, veníamos de caminar y nos habíamos reído como nunca con el tema de la sexualidad geriátrica de nuestros padres, al llegar al apartamento, todo estaba en silencio, la madre y la hermana mayor de la patrona del que late estaban durmiendo. Nosotros nos echamos en la estera a ver una de esas series extranjeras. Me dolía el cuello, y ella, maternal como siempre acudió a mi auxilio; para quedar cómodos me recosté en su vientre, y así de los masajes en mi cuello, pasamos a un consentimiento capilar, me rascaba la cabeza, mientras mirábamos la serie esa. Fui al baño, volví, me acomodé en su vientre otra vez y en ese momento escuché el caminar pausado de mi suegra con sus pantuflas de felpa y el símbolo del Yin-Yang en cada una, su mirada amable como la de los santos de las iglesias, estaba oscura, su pelo siempre recogido, estaba suelto y desordenado como golpeado por la almohada, su tez siempre lozana, aparecía furiosa.

“Buenas tardes”, dije cuando la vi, hacía dos segundos nos habíamos reacomodado y estábamos abrazados viendo la serie esa que no acababa, sus cejas siempre en arco como recibiendo una sorpresa, estaban indicando furia y con voz temblorosa me dijo: “¿Por qué no se sienta en las sillas?”. Y se dirigió a la menor de sus hijas diciéndole: “Y usted, hágase respetar o al menos respete la casa o respéteme a mí”. Nos miramos con cara de “qué dice esa señora loca”, ¿De qué hablas?, preguntó ella, como una súplica de explicación. “¿Ustedes me creen boba a mi o qué?” “No entiendo”, dijo ella una vez más. En ese momento, la señora, toma un algodón untado con crema para limpieza facial, que estaba encima de la mesa y dice: “Mire, esto” “Primero, va al baño y luego esto”.

Yo miraba la situación con cara de “alguien ayude a esta señora”, y juro que en ese momento no fue gracioso; se dirigió a su morada por el pasillo, y mi confusa fémina, tras ella, con el algodón en la mano, diciendo, “Huela, huela a ver a que huele”, ella respondía, “Yo que voy a oler esas cochinadas” y decía a renglón seguido “Ya sabía yo de las malas energías, debo conseguir Ruda, Yerbabuena y Agua bendita” y volvía al alegato: “Eso sí, yo no voy a permitir eso en la casa”. La otra voz insistía en la prueba olfativa, fue tanto el escándalo que la hermana se paró a preguntar qué pasaba, una seguía con los conjuros, otra con el algodón en la mano suplicando que fuera olido por alguien y yo en la sala, congelado, no me movía desde hacía 10 minutos.
Salí en puntas, para no ser descubierto, temí un hechizo contra mi erección o algo así. Abrí la puerta, sin tocar las cositas colgantes del Feng Shui que suenan, salí. Me senté en una silla cerca al parquecito, debajo de un domo que acompañaba todo el camino, allí solté mi primera sonrisa, miraba para todos lados esperando ver alguna cámara escondida.

Seguí el camino de piedra, pasé por el montículo rugiente, saludé al portero, tomé un taxi y, sí, hay que aceptarlo: huí despavorido. Llegué a mi casa, y le puse un mensaje de texto: “Mi amor, me fui”. En seguida ella me llama y me dice: ¿No crees que es un poco obvio? Y yo, le pregunto, “¿de qué hablas?” pensé en la actitud iracunda, desesperada e inesperada de la desequilibrada de su madre, y en que ella había heredado el gen de la locura, pensé en decirle que era número equivocado, “que no estás, que te fuiste”. Suspiré, es qué, y no supe que decir.

Vino a mi casa, y desde ahí empezamos un juego erótico con bastante locuacidad hídrica que terminaría en un cambio constante de sábanas, desde los orgasmos maternos hasta las inundaciones, desde las sádicas agachadas en busca de “alguna conexión” hasta el sudor que se evaporaba por las pieles. Creo que la carta astral estaba predestinada a que fuéramos instados por su madre, que como celestina celestial, nos dio un empujoncito a la consumación.

Después ella, la señora malpensada, se iría un tiempo con su novio al extranjero. Yo me quedaría y disfrutaría de las mieles de la soledad materna y de las constantes ocupaciones de la hermana. Aún vuelvo. Siempre con amuletos, rezos, mirando antes las runas y el horóscopo.

El tiempo pasó y mi luna llegó a Urano, mi oráculo me dijo que las cosas no irían bien, nunca más tendría sus ojos de lince mirándome, nunca más le daría golpecitos sexys, no probaría su sudor, no se cambiarían más sábanas, no habría gatos dañinos, poses indecentes, ni incondicionalidades existenciales. Así entendí el tarot como una forma de ejercer control sobre nuestras vidas. Igual, que esa señora obsesionada con esas cosas esotéricas, hoy presento mi bajísima autoestima, pues, después de todo, de tenerlo todo con ella, considero que no tengo ningún control sobre nuestros actos, que el destino me mira con altivez y me enfrenta sabiendo mi desventaja ante el miedo que él mismo me causa.

Me volví dependiente a la suerte, a su energía, a sus múltiples culminaciones acuosas, me volví adicto a la seguridad que me inspiraba, a la confianza en mis talentos que ella hacía brotar, me volví admirador de su facilidad para dar respuesta a todos mis conflictos, desde mi atuendo hasta mi preocupación por Dios; ella, con su magia blanca, -heredada supongo- me evitaba la desafiante tarea de decidir sobre mí mismo y lo que soy. Ella no era mi inspiración o mi guía, era mi verdad absoluta.

Y me despido, porque la alineación cósmica, indica que hay un cuadrante en Venus, que no se ve adecuado para decisiones trascendentales…

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