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jueves, 18 de diciembre de 2008

La niñera Cósmica

Todo empezó por sus labios. Tenían forma de corazón y un tono rojo frugal, que se metió sin permiso en mis pocas horas de sueño; la observé en silencio durante largos meses, su pelo negro en vertiginosos rizos, su nariz bien terminada, sus pómulos como ángulos, las arrugas en el cuello como las de un recién nacido y los huequitos en las manos. Tenía un cierto aire oriental, que hacía de su rostro un paraíso para la vista. De su personalidad diré que gracias a su conglomerado de talentos, es de esas personas que nunca olvidas, de verbo ágil, humor ácido, es decir una saltimbanqui sexy. Nuestras infancias tenían algo en común, ambos tuvimos hermanos excepcionales. Ella era la mayor de 4, yo el menor de 3. Mística, con una madre que cumplía años el último día del año, un padre que merece una historia aparte y una familia tradicionalista con destellos de liberalidad. Por azar cumplía años el mismo día de mi hermano y como dato casual, igual que a mí, le gustaban los chalecos.

Agraciada, agresiva, tierna, soñadora, una géminis en todo el sentido de la palabra, obsesiva, sobre protectora y alevosa; en sus primeros años, por tendencia paterna, se dedicó a la música, de ahí su primer talento revelado, la musicalidad innata, sumado a una facilidad gráfica, en las caricaturas y una despótico manejo sensible del color. Crítica de todo, escéptica, burlona, cruel, enamorada del amor y con una agudeza para captar detalles propia del más perito investigador privado. Tuvo una adolescencia peligrosamente existencial, se metió en grupos de manejo de energías y esas cosas espirituales-racionales, por ello mordisqueaba cosas de astrología, reflexionaba desde la justicia cósmica y argumentaba desde una exuberante naturaleza femenina.

La conocí después de sus 2 grandes amores, un músico, violinista por demás y un arquitecto con un Volkswagen por demás. Empezaba su segunda carrera. Pastrana arrodillado ante Dios recibía al país, como pidiendo perdón por adelantado y yo me arrodillaba ante la entusiasta existencia de una niñera con nombre galáctico.

Un día, después de corregirme por estar por debajo del tono, me capturaron sus labios. Fue una redada inmisericorde, arqueaba las cejas y miraba desconcertada, con esa alma de maestra retadora; para ese entonces andaba con un personaje fenomenal, uno de esos carismáticos amigos y magnéticos líderes.

Y así sin pensarlo le empecé a escribir en silencio, después de cada ensayo, cabe decir que pertenecíamos a un grupo musical, yo le escribía, sabía de sus combinaciones de ropa, su música favorita, sus chistes recontados y aclamados, su gusto por la música y su respeto por el arte. Un día, nunca supe cuándo, me dijo “te escribí algo” y yo sonreí, bajé la mirada y susurré “señora, si usted supiera”.

Fuimos amantes; nos encontrábamos en la Candelaria, y en ese ambiente bohemio, con frío, prohibición y esperanzas, nos cambiábamos las misivas, ese ejercicio epistolar acumulado, sería un hermoso fantasma que aún ronda por el mundo del enamoramiento. Nos descubrimos hombre y mujer, en la mitad de las carreras universitarias, con las familias a favor, una empatía total, gustos similares, una pareja con gracejo y hasta parecidos físicamente.

Cuatro años de relación bastaron para darnos cuenta de la vida, pasamos por un infructuoso embarazo, unos viajes al exterior, infidelidades confesas y miles de momentos que serían un pilar para entendernos, para sabernos y para resignarnos.

Sus altibajos emocionales, nos llevarían a hacer permanentes revisiones de lo que hacíamos, sus inseguridades proyectadas en la sobreprotección intensa, me harían ver como un paciente y dócil novio; con ella todos hacían excepciones, por su espontaneidad y por su manera de ser.
Entonces me fue moldeando, con caricaturas, cuentos, escritos, canciones extrañas, cartas astrales, entonces, vivimos demasiado pronto, nos cedimos nuestras naturalezas, asumimos roles equívocos, entonces, nos inscribíamos al dolor del pasado y el miedo al futuro, ella con sus amigas y sus primas locas, yo con mis amigos y mis fantasías.

Los dos primeros años del mandato de Pastrana, fueron esperanzadores, al igual que nuestro primer par de años, llenos de magia, descubrimientos energéticos, viajes, promesas, cartas por montones, negociaciones, después se resquebrajaría la esperanza y el tonelaje de la realidad nos aplastaría, como pasaría con el país. Agotados, resemantizados, con la angustia de la posibilidad de seguir y la impaciencia por quedarnos en un sitio que ya no existía.

Entró a trabajar y aquellas tardes de ocio filosófico, se volvieron fines de semana neuróticos, su discurso sobre el amor, el romanticismo, sus afanes laborales, permearon lo que habíamos construido en un ambiente relajado, queríamos ser los mismos, pero ya no éramos iguales.
De vernos 12 o 15 horas al día, pasamos a más llamadas y regalos más costosos, ya no había poemas sin métrica en servilletas de fabulosos roscones, pero había sofisticados sitios con café Mocca incluido. Cambiamos. De aquellos novios insolventes, capaces de compartir una menta y ver cine arte, por el precio, forzábamos las discusiones sobre sitios elegantes y nos burlábamos de las posturas aristocráticas de las personas.

Le propuse matrimonio a mi manera, le dije que empezáramos a comprar cosas, ella dijo que no era el momento, éramos de esas parejas eternas de la universidad, que siempre andan juntos, como siameses frenéticos, ya nos preguntaban por el matrimonio, imaginábamos nuestros hijos, la crianza, nuestras muertes, nuestro reencuentro en vidas futuras.

Nos conocíamos a la perfección; telepáticos, con el dinero que pagamos en moteles, hubiésemos podido comprar por lo menos un modesto apartamento, éramos amigos, cómplices, críticos de arte, analistas de pornografía, habladores compulsivos, éramos el paso a la vida adulta.
¿Qué pasó? Hoy pienso, que nos entregamos como cascadas, que presumían ser fuentes permanentes, que quisimos seguir siendo estudiantes cuando ya no cabíamos en nuestras casas, que desgastamos nuestras pieles, que aprendimos las artes amatorias y sobre todo, que ensillamos el caballo antes de comprarlo.

Recuerdo todo como en un carrusel de imágenes: aquella vez del teatro que nos agarró un ataque de risa en plena obra de García Lorca, la vez de aquella manifestación, en la que después de un peto, nos quedamos analizando en qué chakcra había sentido cada uno la explosión, la vez que me regaló aquellos carísimos tenis rojos, mis jornadas de paciencia por explicarle que no tenía a nadie más en cuerpo, mente o alma, su temor a quedar destrozada después de todo.

Así, llegamos a un acuerdo racional, conversado, desalmadamente cuerdo, seguiríamos por un tiempo, hasta un posible viaje, que anunciaría el final de esta épica relación. Consiguió a alguien y yo, preví el asunto y ya tenía a quien entregarle mi ternura espontánea, que se hallaba a la espera de ser descongelada, yo necesitaba reconocimiento y afecto, alguien que me daría la seguridad, que ella me había quitado.

En un arranque de ebriedad nos encontramos después de la meta final, el vacío doloroso de la memoria de los cuerpos sin alma, sería un asunto impagable. Mi despecho, duró un año más, después del grado, conseguí trabajo, y mi vida sin ella, se volvió real, un poco más ligera, un poco menos ensoñadora.

Fumábamos, leíamos, íbamos a teatro, nos amanecía hablando, reíamos, éramos excesivos, falaces, ingenuos, especuladores profesionales, soñadores irresponsables, pésimos administradores y clarividentes fracasados… la muestra más humana del amor, sin límites, nuestras naturalezas libres, se impusieron ante la atadura de una constante realización.
Recuerdo el dolor de verla con su nuevo amor, recuerdo como quité todas mis participaciones en un medio que habíamos construido, recuerdo haber sentido que perdí el tiempo, recuerdo tanto humo que envolvían las palabras.

Algunos despistados anacrónicos todavía me preguntan por ella, cuando hablamos queda esa pertenencia incomoda de mirarse ante un espejo, somos un punto referencial. Pastrana, por fortuna, acabó su mandato, quedó en la historia, con la silla vacía para la negociación por la paz; ella, quedó en mi historia, como esa zona de distensión con sus propias leyes. Envejecimos, volvió con su amor arquitectónico, como en uno de sus anunciados ciclos del Karma-Dharma, seríamos compañeros de trabajo, amigos, seríamos humanos… demasiado humanos.

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