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miércoles, 9 de diciembre de 2009

YO RECULO, USTED RECULA...

“Es que… es que… le traje algo, un presente, espero no lo malinterprete” me dijo con voz solapada. Y yo con esta carga de indecisión y esta premura de interpretación, acepté aquel regalo que provenía de esa belicosa y bella infanta. Su ternura me la entregaba con golpes, eran más sus bravuconerías que sus halagos hacia mí, por ello me entretenía con sus muestras, nimias por demás, de afecto y conexión.

Me congelaba con su mirada, tan intrigante como su atuendo; mis chistes tensaban su cara y su frente ancha parecía arrugarse con mis intentos de sarcasmo. Alguna vez le dije que detrás de toda esa armazón había una niña desprotegida y que sin duda el contexto la había hecho rodear de espinas. Calló, y sus inmensos ojos invernaron dándome la razón.

Después de mucho cavilar, supongo, me invitó a tomar unas cervezas, no podía negarme, era una muestra de sensibilidad de aquel iceberg que empezaba a ceder, entonces fuimos a un lugar con pinta de discoteca rural, y su actitud relajada y medianamente jacarandosa me indicó que todo ese rechazo evidente que profesaba, provenía de una afinidad, negada por ella y embalsamada por mí.

Salimos a caminar por la noche y mientras tomábamos algo caliente, me contó su historia a medias, le propuse acompañarla hasta su casa, pero justo en ese instante recibió una llamada, que la retornó al glacial en donde habitaba, al terminar su llamada, parecía otra. Según el protocolo masculino, del cual desconfío, existen ciertos momentos en los que uno debe atreverse a besar a la susodicha, debe tenerse en cuenta, el lugar, el contexto, la conversación previa, si ha habido abrazos prolongados, cogidas de mano, y esas cosas de la cercanía que uno va probando, como en una pesca milagrosa… bueno, según lo anterior, era posible, que ella quisiese un beso sutil de despedida, entonces yo derrapé directo hacia sus labios y obtuve una mejilla que obstaculizó mi intención.

Quedamos en volver a vernos para esclarecer aquello del beso constreñido, los abrazos insolentes y la definición de esto, que en definitiva tenía problemas de arranque, aunque no de voluntad, como es obvio, al menos de mi parte.

Un día la llamé tarde, me respondió con un mensaje de texto “Hay gente que a esta hora duerme, porqué no va y llama a quien corresponde”, y después “Hoy tuve un día de mierda, en serio, no le gustaría conocer esa parte de mi”. Yo que llamaba para cuadrar lo de la posible cita salí vapuleado, en fin, pese a semejante muestra de agresividad, propia de su naturaleza insociable y de su miedo a sentir, la llamé al otro día. Me dijo que había pensado bien las cosas y que era mejor no meterse conmigo y se despidió para siempre, en una salida un tanto dramática y rebuscada para mi gusto.

Entonces decidí invertir el supuesto tiempo que iba a gastar con ella en la cita, en algún libro siempre inconcluso, miré mi colección de latas de cerveza y me refugié en la lectura de Cortázar, de repente cuando las letras volaban en mi cuarto, una llamada suya me interrumpió, contesté sin prisa, se escuchaba música extraña a lo lejos y el silencio de su voz, que decía mil cosas, también me callé.

Después de esa llamada con voz de jirafa, me volví a zambullir en aquellas letras de tardes grises y tierras rojas, y otra vez sonó mi teléfono, esta vez, estaba decidido a decirle que su patanería no iba conmigo, pero su silencio me dio a entender que quería, pero en verdad no sabía cómo hablar. Esperé dos días para llamarla y preguntarle qué había pasado, me dijo que eran cosas de tragos y que sí quería salir conmigo, pero antes de que llegara su novio.

Nos vimos, me besó como nunca, vi sus ojos cambiar de color, sus manos se volvieron suaves y elegantes… esa culpa, la hacía sentirse impulsada, yo era el sabor del pecado, de la trasgresión, de vez en cuando, la moral la atacaba, pero yo la sedaba con obscenidades pequeñitas mordisqueadas en su oído derecho.

Tenía en su cuello largo,una cinta negra que le daba un toque vulgar bonito; quitarle sus vestiduras negras era mi imaginaria hazaña cotidiana, escucharla blasfemar me aturdía y yo me dejaba llevar a esa embarcación peligrosa de su presencia sombría, como la invitación de aquel ángel caído, como la antigua pelea entre el bien y el mal, que se confunde, porque ambos lados pretenden lo mismo.

Nos besábamos con ganas, como queriendo decirle a todos, que las ansias de piel no son un delito. Tomé una pausa, respiré un poco y entonces ella me hizo una pregunta jodida “¿me quieres tener o me quieres querer?, respondí instintivamente defendiéndome “Debes descubrirlo”. Su sonrisa se apagó, y esa cara de excitación se transformó en una pared de odio.

No entendí nada. A partir de ese momento y hasta cuando se acabó el licor, no hablamos. No le pregunté nada, si quería que la llevara a su casa, si acaso podría husmear sus pliegues, si su ropaje de luto descansaría junto al mío, si su novio llegaría el 15, si se iría con él a desquitarse de mí… Antes de irse, la observé con cuidado, la tomé de la mano y le di un beso de cortesía, le dije que no soportaba que reculara de tal forma. Me miró y dijo “¿qué es eso?” “Lo que hace todo el tiempo”, le dije en tono medio, entonces se enfureció y empezó a caminar. Yo la quise seguir, pero justo ahí, era tiempo de recular.

Nos encontraríamos un par de veces más. Le seríamos infieles a nuestras parejas... hasta aquel día en que se dio cuenta, de mi parecido con ella, hasta ese día, en que me asumió como un portal hacia ella misma... una puerta que sólo permitía pasar sus diminutas ansiedades... ya que las grandes estaban esperando afuera.

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