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miércoles, 26 de mayo de 2010

DIME COSAS SUCIAS

Tenía un huequito en el mentón, unos ojos negros vivaces y un aroma que obligaba a respirarla. Quizá su desprevenida indecencia la hacía irresistible, su manera de abordar los temas del placer, del cuerpo, su forma de narrar sus experiencias lésbicas o acaso sus manos exploradoras de sí misma eran todo un paquete completo de deseo y perversión permitida.

Le toqué su pelo largo, rizado y negro, como queriendo acariciar sus ideas, con toda intención rocé su cuello y vi como su piel estaba a dispuesta a cualquier maratón… tenía en el centro de su pecho un par de flores esparcidas con pétalos anhelantes y procaces.

Alguna vez le presenté a un amigo, de esos locos que me merezco, uno que estudia lenguas muertas -para almas vivas-, ella lo miró de arriba abajo e hizo alarde de su sociopatía, mi amigo el latinista, no entendió su desprecio porque anda en otro mundo… yo le hice un reclamo por su odiosa actitud, ella un poco sonrojada aceptó y me dijo, que se había portado así, porque quería estar sola conmigo.

Toda ella era un imán, me hacía querer arremeterla, para descubrir a aquella altanera y libidinosa hembra frugal que dejaba entrever. Un día, le presenté a alguien con quien yo salía, la miró con desdén y se supo más inteligente, entonces habló con brillantez y con una soberbia que en vez de hacerla repulsiva la convirtió en un enigma de mis deseos.

Evidentemente mi pareja de ese entonces la odió, en cambio ella, se instaló en el lugar estratégico de un francotirador experto… decía cosas obscenas, cada vez que hablaba mencionaba mis posibles encuentros de piel, imaginaba detalles, olores, sonidos… hacía soliloquios sobre mi desempeño y los supuestos tristes orgasmos de mi amante… y yo le permitía todo abuso... y yo me callaba mientras me recorrían esas palabras que hervían de su boca húmeda. Le gustaba que la tocaran por encima de la ropa.

Su historia sentimental no era buena; pero su espíritu indómito le ordenaba a su piel aventuras, todas hechas cuentos incendiarios que yo, como confesor impúdico escuchaba. Sus mejillas me saludaban siempre dispuestas a más, sus manos tocaban su cuello, su mirada penetrante era una invitación a lo mismo.

Hacía tres semanas había tenido su última experiencia, me contaba al detalle cómo la otra la había abordado, cómo le había insinuado que en el colegio de niñas sentía curiosidad y ella como cazadora experta se había hecho la inocente, me contó de su visita aquel viernes en la mañana y como el sillón soportó todo.

Por fin se dio nuestro momento, le susurré cosas que sólo se dicen en ese momento, su temperatura subía, pero su perversión la hacía detenerse, la desnudé y me quedé prendado del jardín de su pecho, ella me recorría como reclamando su territorio… ella ya había narrado todo, sólo lo estaba viviendo como en una premonición caudalosa de deseos que saben esperar su momento.

Su olor me era familiar, su pelo dejaba estelas con cada movimiento perfectamente compulsivo, su piel me recibía con algarabía… ¿Acaso la vería haciéndome un strepteasse profesional? ¿Nuestros cuerpos necesitarían el contacto para degenerarse mutuamente? ¿Bastaría escuchar su voz para imaginarme en su juego?

Todo de ella lo tengo en mis ansiedades, todo se oculta como preparado a saltar al abismo lujurioso… espero… y ella espera… nos separa el silencio y nos une su verbo ágil femenino y descarado… espero y ella no… ella va, tiene aventuras y me las cuenta… me incita o moverme por mis propios subterráneos, a ser serpiente traicionera… pero coherente con sus impulsos.

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