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jueves, 6 de febrero de 2014

LA CATAPULTA (EXPLICACIÓN DE UNA EMOCIÓN CIRCULAR FRUSTRADA)

Era preciosa. Me fijé en ella, no sólo por su piel blanca o su cabello largo y brillante, sus ojos profundos o su inseguridad al hablar; había algo inexplicable en su temperamento, que provocó eso de hundirme en su manera de ser, un poco tímida, un poco ruda, un poco ausente, un poco mía y totalmente distante.

Todo empezó, cuando su silencio se hizo locuaz, y me contó sonrojada, una historia un tanto indecente, pero con tintes de haber sido una gran experiencia; se trataba de una relación en la que un tipo se había obsesionado con ella, y cómo todo había sido -al principio- magnífico, hasta que él quería cambiarla, adaptarla y convertirla en aquello que él necesitaba, pero que en definitiva, ella no era.

Y sin pensar, la invité a salir, y le dije un par de cosas sobre mi pasado emocional, y no sé cómo, ni porqué nos besamos. A partir de ese momento, sentí que yo era alguien para ella, y pensé que nos encontraríamos en esos terrenos de empezar a conocerse, de acercarse, de alguna manera coincidir.

Pero me traicionaron mis emociones, y sentí más de lo que debí, demostré más de lo que ella podía soportar y de a poco la sentí escurridiza, evasiva y cada vez las excusas para no vernos se hacían patéticamente evidentes.

Había recurrido a ser nana, a enfermedades, a los permisos negados de sus padres, a trabajos de fin de semana, a volver con un noviecito casual, al miedo al compromiso, a la hora de llegada, a la lejanía de su casa, al clima, a todo... y yo, terco, ciego e impaciente, le hacía caso omiso a sus claras señales de una salida final no tan fría, no tan certeramente seca.

Entonces, me dijo que necesitaba hablar conmigo, pensé que era con el fin de besarnos en una tarde gris para llenarla de colores, o quizá que me dejara olfatear su cuello sin más expectativas que colonizar su columna vertebral, o tal vez, sólo tomarla de la mano en el laberinto de los recuerdos superados... nada de eso, era para confesarme que lo iba a intentar de nuevo, con aquel noviecito tan casual como patán, y yo me detuve, y yo quedé con un despecho instantáneo, doloroso y pequeño, como esas heridas hechas por una hoja en la yema de los dedos.

Me catapultó a la realidad, ella, quería pero no podía, estaba atada a sí misma y sus miedos. Estaba en esa exploración juvenil de sentir y no pensar demasiado, de decir por decir, de darle trascendencia a aquello que no debía y quitarle importancia a lo realmente importante.

Así que me lancé a otros brazos, tuve amores de verano, invierno, primavera y otoño, caminé sin temor por relaciones evidentemente equívocas, y como excelente masoquista, me busqué tantos dolores como pude... viví.

Alguna vez, concertamos una nueva cita, y todas las ganas dormidas de verla, se removieron, se despertaron como momias hambrientas, y me preparé como nunca, le compré unos dulces y le llevé cualquier detalle, al menos para tener de qué hablar. La cita era al medio día, con la propuesta de pasar las horas vespertinas, hablando, disfrutando de su compañía, y porque no, dándonos uno que otro beso en cada pausa de respiración.

La llamé y su teléfono estaba fuera de servicio, entonces me invadió la misma sensación de estar tristemente arrodillado ante una altar falso, como rogando milagros a un dios en vacaciones; sin embargo, le envié un mensaje que decía dónde estaba y qué estaba haciendo, por si quería, podía... por si se dignaba... por si le daba la gana de verme. No lo hizo.

Mi supuesta feliz tarde, se convirtió en la evidencia de mi estupidez, recordé cada una de las invitaciones, las evasivas, y todo aquello de nuestra (la mía) relación. Total, una supuesta jornada alegre, se convirtió en un depositario de angustias, malas interpretaciones y gigantescas ganas entradas en devaluación.

De nuevo me catapultó, esta vez con más dolor, de mi parte, pues mi candidez, me hizo recaer, volverle a creer, y tener la inocente esperanza de que había cambiado. 

Todo había quedado demolido, como un mal recuerdo... pero sin decir nada, -como siempre-, me abrazó, entonces vi su pelo liso, me sujeté de su manera de caminar, me maravillé con la forma como me tomaba de la mano (como si fuera de su propiedad), y me sorprendí de su seguridad por mi gusto... tuve entonces razones de más. Recaí en ella, por ella, desde ella.

Esta vez, no me iba a dejar arrojar a ninguna parte, ni a hacer metáforas ridículas de catapultas, ni a soportar silencios incómodos. Esta vez, no le diría nada, no le escribiría mensajes encriptados que sólo ella entendiera o fingiera entender...

Y me di cuenta, que todo lo había dicho yo, que me había cargado la responsabilidad de un monólogo, que pretendía ser diálogo, un texto sagrado que se leyó en clave profana, unos versos sin rima leídos como noticias deportivas. Una vez más me burlé de lo que sentí, una vez más me sentí abandonado, como un dato adjunto de mi mismo, ajeno, alejado, con ella saludándome, con ella despidiéndose, con ella haciéndome reclamos de citas supuestamente importantes, con un "muy poco" de ella y con un inmenso "sin mucho" de ella.

Y me parece ver que el tiempo que era para mi, lo comparte con otros, y yo tan agrio pensando en ella y su asombrosa facilidad para arrugar cualquier propuesta, y ella con gafitas de sol y sonriendo, y yo en una tarde gris y con cara de tragedia.

Tengo miedo, como si se tratara de un beso extraño, como si estuviera seguro de que me leerá con angustia y dolor, y dirá que la lastimo, que me hiere, que mejor me quede así, con mi vida de ostentación y satisfacción... temo por su reacción, y que no comprenda este acto de desnudez y se cubra con sus temores, y se arrope con sus vanidades y que me deje solo, como ya me acostumbró.

Un día viajamos, y ahí supe, porqué había hablado alguna vez de catapulta, pues ella tiene la facilidad de elevar lo que siento, lo que soy, hace salir mi ternura inusitada, mi deseo perverso, y parece que todo empieza de nuevo... Era preciosa. Me fijé en ella, no sólo por su piel blanca o su cabello largo y brillante, sus ojos profundos o su inseguridad al hablar; había algo inexplicable en su temperamento, que provocó eso de hundirme en su manera de ser, un poco tímida, un poco ruda, un poco ausente, un poco mía y totalmente distante.

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