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lunes, 5 de octubre de 2015

UNA VEZ, UN ESCRITOR...

Aquella vez, él olió su cuello, justo en el punto donde se alojaba el collar, que unos minutos antes le había quitado con un misticismo cómico. El olor a metal, contrastaba con el aroma que provenía de la raíz de su pelo y el vacío de su espalda.

No estaban bien las cosas; ella creía que él hacía lo que hacía por obligación y él creía que ella no era justa con sus apreciaciones. Era increíble cómo hace unas semanas vivían un idilio insuperable y ahora todo era pastoso, amargo, aletargado.

Él le había prometido hacerla feliz y ella había comprado tanto esa promesa, que se había olvidado de ser feliz a su lado, lo había congelado en aquella indecente vez del centenar de muertes o la tardecita en que se sintió poseída en serio por primera vez.

Se enroscaron en la cama, pero no tenían de qué hablar, sus pieles presentes, sus mentes aturdidas y sus espíritus confusos, eran un tributo a la esquizofrenia romántica, sí, había ganas, pero estaban asustadas por las exposiciones y discusiones de los puntos de vista, él discutía sobre amor y ella sobre ser amada.

Se besaron.

Pasó.

Pero después vino un vacío y ambos tuvieron sólo ganas de llorar, era la evidencia de la soledad en compañía, la presencia ausente en su esplendor, él se escapaba a los territorios de la nostalgia, en los que eran felices y ella viajaba rauda a los campos de la esperanza, en los que serían felices.

Él cerró los ojos y ella lloró, porque ahora se dormía a su lado, él quería pensar que eso era una pesadilla y que su voz que antes lo arrullaba que ahora parecía un chillido insoportable, era el resultado de tanto consumo de nicotina; él estaba volteado, y ella sólo veía su espalda y su respiración regular era un insulto, se había enamorado justo de su capacidad de variar el universo, con él, no se sabía nada, o mejor decirlo, todo era posible.

Ella le confesó que en ese momento su olor le había parecido diferente, que su cara demacrada ya no era un signo de inteligencia y depresión creativa sino más bien un decadente estado de salud, él pensó en decirle que…

El escritor se detuvo a fumar, leyó una y otra vez lo escrito, pensó que tal vez estaba perdiendo ritmo, y que hablar de lo mismo otra vez, no valía la pena, también pensó que su amigo, aquel escritor que ahora no escribía, le haría el mismo comentario, también se imaginó las lecturas descontextualizadas de este escrito, por un momento odió a todo el mundo.

Y sus dedos se dispusieron a escribir sobre el odio, como por ejemplo, a aquellas personas que no apoyan a sus parejas y se vuelven impedimentos, a aquellas personas estúpidas que se comprometen por el afán de realizarse y no con la urgencia del amor… pensó el escritor, que una vez más caía en la tacaña manía de no ir al psiquiatra y que escribiendo se iba a curar de eso, de eso que él sabía.

Porque para no enloquecer en una relación, la única manera es no amar, escribió, se sintió inteligente y sensible, pero a la vez supo que eso lo había escuchado alguna vez, pero en realidad nadie lo sabría…

Escribir sobre lo que nadie sabría que él no sabría, un plagio permanente, se animó de nuevo, respiró un poco,  pensó en escribir sobre sus deudas y el pavor que le causaban, el miedo y la valentía del amor, cómo había perdonado a esa que lo había traicionado una y otra vez, hasta el punto de perdonarla por adelantado, quiso escribir sobre sus amenazas de olvido, quiso escribir sobre lo que había dejado de escribir por cobarde.

Era hora de tomar las pastillas o las gotas, algún químico que le calmara su ansiedad, algo que le desacelerara el corazón y le disminuyera la sensación de que su cabeza le explotaría, se paró de su escritorio, miró sus papeles desordenados, sus novelas comenzadas, unos teléfonos como garabatos que eran de anónimos interesados en publicarle sus angustias hechas letras. Caminó tambaleante y el piso de madera crujió a cada paso de plomo. Estaba viejo, solo y lleno de vida muerta. Había fracasado en intentar fracasar, pues sus espacios propios le eran ajenos, quería hacer sentir mal a todos los que lo habían humillado… ¿humillación? Es un buen tema, pensó, y siguió su camino al baño con luz amarillenta.

El espejo le advirtió sus arrugas, había colillas en el lavamanos y se dijo a sí mismo que quizá era hora de dejar de fumar. Se preguntó si estaba loco, si en realidad había enloquecido por ella.

Ella, ella, ella, parecía el gran tema de su novela propia e interminable, ella, tenía preguntas sin respuesta, ternuras repentinas, manías de posesión, ella, era su ama y él su esclavo, pero ambos fingían lo contrario.

Se mojó la punta de los dedos, se miró las uñas en exceso limpias, sus dedos amarillentos saltaban como niños ansiosos, y recordó la imagen de ella, desliéndose en su brazo derecho, ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde estaba él sin ella?

Regresó con rapidez a su escritorio trillado de escritor creativo y desordenado, esta vez, estaba decidido  a escribir:

Te extraño, escribió. 

Y quedó en el limbo de su propia creación.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Carlos lopez deberías hacer el libro o dar una continuación de estas cortas historias sin fin.