Primera parte
Una, dos, tres, cuatro, cinco… y tomó pausa para respirar, seis y siete.
Las tres primeras fueron seguidas, el cuchillo entraba y salía con rapidez del
vientre; la cuarta fue en el diafragma, en consideración a las películas que
había visto, en las que afirmaban que ese era el punto en el que se hacían el
harakiri los samuráis y que dolía en exceso; la quinta en el corazón, consideró
que iba a ser un tejido blando, pero hasta el momento había sido la que más
esfuerzo le había costado; la pausa para respirar le permitió percibir ese olor
a hierro oxidado que tiene la sangre fresca; por un instante se devolvió a las
peleas en el colegio en las que, con sus compañeros, dirimían los conflictos a
trompadas y después seguían siendo amigos, pero este no sería el caso; la sexta
fue en la mejilla derecha, estuvo tan difícil, que tuvo que sujetarle la cabeza
para que entrara bien y la séptima fue encima de la rodilla izquierda, ahí dejó
el cuchillo clavado.
Dio dos pasos hacia atrás y se volteó. Caminó hacia la ventana y sintió
cómo las palpitaciones del pecho y del corazón retumbaban al unísono; había una
irrefutable luna de mayo y una nube insolente osó en atravesarse en medio de la
vista de aquel hombre que durante 22 años había planeado este momento; entrecerró
los ojos como para maldecir a aquella entrometida, pero la obstrucción fue
breve, así que siguió viendo a aquel satélite suspendido, elegante, extraño y
el sonido de un goteo lo hizo volver a aquella habitación de la esquina en la
que había matado a su amigo del alma. Era una casa de dos pisos al sur de la
ciudad, al fondo la ciudad titilaba impasible como consintiendo la purga del
dolor; con una extrañísima agitación lenta, abrió la ventana e inhaló el aire
distinto al tibio ambiente de la sangre que crecía como una mancha lenta y
espesa.
Hubiera
querido encontrarme con alguien que cumpliese años el mismo día que yo. Quizá
para intentar descubrirme en ella o sólo por un ejercicio de ego. Me imagino
que sería una nenita de signo Virgo lo suficientemente decente como para tomar
un café al ocaso del día y también lo necesariamente compleja como para que me
dejara leer entre líneas unas pequeñas perversiones. Supongo que cerraría un
poco los ojos al fumar, quizá para hacerse la interesante o para darle tiempo a
sus palabras pausadas. Su voz habría de ser fuerte, imponente, como su pelo
negro que habría de caer en flequillos sobre su frente, cubriendo ligeramente
sus cejas misteriosas. Tendría que ser una excelente conversadora, con datos
interesantes a la mano para amenizar el ambiente y siempre en tono amabilísimo.
De la misma manera, sus comentarios cómicos demostrarían acidez, malicia y una
comprensión genuina de cada situación. Pasaría sin problema de hablar y
demostrar con señas la ubicación del punto G, a hablar de historias
fantasmagóricas. De ese modo, contaría cómo cuando era pequeña –más pequeña– su
hermano que padecía de sonambulismo se enredaba en la malla que le ponían para
protegerlo de los zancudos y parecía –literalmente– un alma en pena… o también
cómo aquella vez que se fue a dormir y vio al lado de su cama unas botas
diabólicas que parecían tener vida propia y cambiaría de tema otra vez sin
preocupación, referenciando al médico Vatsyayana y su teoría clasificatoria de
los hombres según el tamaño de sus penes y a las mujeres según el tamaño y
profundidad de sus vaginas. Y yo le habría de seguir su discurso como
saboreando manjares. Preferiría
que viviera lejos de la ciudad, para que tuviera tiempo de ver el paisaje y
pensar en sus propios pensamientos, su olor debería ser una clara expresión de
asepsia, sus manos acompañarían acompasadamente sus palabras inteligentes y sus
movimientos calmos. Estoy seguro de que debería entender mi fascinación, que
debería saber que me cautivó con su energía y sus conocimientos sobre el
kamasutra o el kundalini; quiero pensar que se daría cuenta de mi encanto por
sus apuntes complementarios y sus adjuntos a mis ideas, como si ellas, se
tomaran de las manos y se miraran a los ojos en el preludio de un beso, que,
como un ritual, se habría de dar. Me quedaría entonces en el borde de aquella
taza de café, haciendo malabares para no esquivar sus labios, porque con ella
me permitiría comprender la manifestación de la forma y el fondo, como un
protocolo ajustado a la mejor manera del gusto, con los símbolos correctos, con
los uniformes adecuados y con la claridad evidente de poder alcanzar las
transgresiones. Quizá la hallaría en un pasillo e iríamos a un cafecito con las
mesas afuera para poder fumar, de pronto yo me iría acercando con cualquier
excusa, como que alguien tosió o para oírla mejor, posiblemente, por mis ganas
de congraciar con ella me reiría más de lo adecuado de sus glosas, o me
quedaría embrujado con sus pómulos, su piel blanca o su forma de caminar. Casi
al final, antes de despedirnos, le regalaría unos chicles, le diría lo bonita
que me parecía y le daría un beso en su mejilla derecha, un beso con la misión
de retener su aroma, un beso para invitarla a que escribiéramos juntos, un beso
para que me prestara algunas letras y que yo las pusiera a mi antojo, un beso
con piel sensible. Hubiera querido decirle tantas cosas, que con ella me sentía
sin tiempo y con angustias, lleno de ella y vacío de mí, y que su nombre se
habría de diluir en mis propias ganas de llamarla, como un lamento taciturno,
tímido y opaco, como la necesidad de acercarme a ella, para entenderme, para
saberme, para descifrarla como un crucigrama cuyas palabras se renuevan
con cada mirada suya…Me encantaría verla, dejarla ver, hacerla ver, obviarla y
tentarla, descubrirla y recubrirla, ser su acusador y cómplice, ser su fantasma
preferido y su miedo recurrente, convertirla en una fijación, convertirme en un
objeto de su colección de misterios. Sería como un espejo místico, que refleja
la imagen más lejana, pero a la vez la más íntima, sencilla y densa, así habría
de ser… como aquel Idilio Eterno que contara Julio Flórez, como esas frases que
te dicen, que sabes que son importantes, pero no las entiendes…Entonces,
algún día ella, habría de hallarme carente de ella, y de forma automática
debiera abrazarme, ofrecerme excusas, redimir sus culpas… porque de alguna
manera, ella habría de saber que le habría dado la responsabilidad de
resumirme, de sintetizarme… Empiezo a creer que no percibo bien la realidad.
Miro una silla vacía y una pareja en otra mesa contando amores fanfarrones. Me
quiero convencer de que la espero...
Y te revelas ante mi en cuerpo y
alma
como una partitura interpretada
por Dios.
“No
tienen futuro” dijo con voz pausada mientras bajaba la mirada a las cartas de
naipe español que había dispuesto sobre aquel mantel tan rápido como azul claro
confuso. La pitonisa me había dicho cosas sobre el carácter de ella: “bastante
impulsiva y usted tan pausado”, ella es práctica y le gustan las cosas ahora
mismo y bien hechas, en cambio usted es tan complicado y yo miraba las cartas:
una sota de espadas, un rey de bastos, un tres de oros… que ella tocaba con sus
ficticias uñas largas y decoradas con arabescos plateados.
Sólo cuando vi su rostro ajado y su maquillaje de fiesta detallé su voz neutral, decía crueldades sobre mi vida amorosa, auguraba viajes y afirmaba que la gente sentía envidia de mi buena suerte. De vez en cuando, hacía una pausa y movía la cabeza como comprendiendo mensajes de aquellas cartas coloridas. “Escoja una carta de este montón” y me señalaba de dónde saldría mi destino: As de bastos, pensé que era lo más parecido a una erección rudimentaria de la versión cavernícola de Pinocho y en ese momento vi por primera vez un destello en sus otrora bellos ojos color miel: ¡Qué interesante! pueden salir adelante y ser todo lo que quieran, después un 3 de espadas: ¡Cuidado! habrá alguien entre ustedes que querrá separarlos y salió el as de oros: ¡Riqueza! ¡Abundancia! y su voz plana iba mutando a una emocionada y con aires de alegría.
¿Sabe qué? me dijo mirándome, mientras abría sus manos como abanicos sobre las cartas, yo soy Aries y el gran amor de mi vida también es Virgo, él también se dedica al ocultismo y ambos sabemos que no somos compatibles, pero el amor puede, el amor vence. Suspiró como si se hubiera liberado de un gran peso, bajó la mirada y dijo con una voz tenebrosa de letanía: Simul cum morte.
No lo sé. No puedo decir el momento exacto cuando la encontré, estoy casi seguro de que era un sábado en la tarde después del mediodía, en esos momentos en los que la digestión del almuerzo hace que la vida pase en cámara lenta. Creo recordar que estábamos en clase y veníamos de sufrir cuatro imposibles horas de una clase magistral en la que hizo que la mañana pareciera una eternidad mal contada; el almuerzo fue una catarsis mal hecha, pues el profesor fue al mismo restaurante y no pudimos despotricar como se debería haber hecho. Para la jornada de la tarde habían huido algunos y los valientes que nos quedamos teníamos miedo de volver a encontrarnos con otro empalagoso discurso.
Veníamos corriendo, porque justo esa mañana, habíamos tenido otro compromiso dictando una capacitación para un colegio muy al sur de la ciudad; así que con mi compañero llegamos sin almorzar a dictar la clase.
Vi como en vez de un profesor llegaron dos: Uno bajito y uno gordito. Venían con una energía extraña, pero nos subieron el ánimo con su carisma, su humor y sus esquemas conceptuales. Valió la pena haberse quedado.
El profesor gordito, preguntó si había psicólogos en el público, en verdad éramos dos, así que dudé en levantar la mano, pero ya muchos de mis compañeros sabían de mi profesión, así que no tuve más remedio.
Estaba sentada al fondo del salón, me pareció que estaba recostada encima de su pupitre, hacía un calor justo como para una siesta; pregunté si alguien era psicólogo, para que me ayudara a hablar sobre las diferencias entre el carácter, el temperamento y la personalidad y oculta durmiente se irguió como una esfinge milenaria.
Soy una
mujer que no se intimida con los hombres. Pero en esta ocasión, su voz, su
mirada, sus ejemplos me cautivaron. Me preguntó algo, pero menos mal mi otro
compañero psicólogo respondió, porque yo estaba pensando si ese profesor tenía
hijos y que seguramente su esposa era una intelectual y entre chiste y charla y
en menos tiempo de lo que todos pensamos se acabó la clase. Fue impactante su
manejo del discurso, su capacidad esquemática, la forma de comunicarse.
Pensó sobre varios asuntos: qué hacer con el cuerpo, si quemar o no la casa y cómo contar la noticia del evento sin exponerse. Fue al baño y se lavó las manos y mientras caía el agua en sus manos se acordó de aquellas jornadas en las que ella, -su supuesta ella- se le desleía en sus manos.
De entrada debo decir que a él le gustaba sentirse víctima. Ella, aunque insegura, poseía una forma de racionalidad que limitaba peligrosamente con un pragmatismo desvergonzado. Se habían conocido en una fiesta patriótica y a decir verdad, él mostraba sus dotes de bailarín y ella su admiración por él. Desde ahí se construiría una historia de amor que terminaría con un par de antidepresivos al día y el peso de hacer lo mismo, sentirse igual y tener el más triste de los talentos mutuos: provocar en el otro su peor parte. Eran como filtros de sus propias decepciones… eso es, decepciones permanentes, exponenciales y lo peor… dotadas de un trascendentalismo insoportable… en ese juego de desencantos significativos, él y ella habían llegado a acuerdos absurdos, como callarse cuando era mejor hablar o quedarse cuando era mejor irse… pese a que las brujas le advirtieron sobre la posible infidelidad de ella, él quiso omitir aquellos anuncios esotéricos, es así como los episodios diarios eran muestra de un sicótico sentido de la desgracia, quiero decir, con ironía profunda, de esas que no sabes explicar, pero que entiendes por qué te ocurren. Ella, que antes tenía el desborde de la piel… valga la redundancia… a flor de piel, ahora era una sarta de complejos laberintos emotivos, él, que era un vivaz adulador de sensaciones, ahora era un tipo que caminaba en las mañanas dominicales para ir a refugiarse en cualquier templo y pedirle a su Dios, lo mismo de siempre. No sabemos qué le pide, pero se agacha y cierra los ojos suavemente, pero quizá lo más extraño es su sonrisa, como si supiera que lo que pide ya viene en camino.
Tenían un pasado virtuoso, aquí la virtud carece de sentido moral, justo quiero decir lo contrario, habían explorado los rincones de sus cuerpos, sus almas atletas de hazañas inenarrables, sus ojos lo habían visto todo. Celos, lujuria, posesión, libertad, amistad…Un día, o mejor dicho, una noche, decidieron que verían desnudos el amanecer desnudo, que sus cuerpos serían los testigos del cruce de la meta del hastío… sus olores se mezclaban, y él sabía descubrir la mujerzuela que había en ella y ella sabía invocar al brutal perverso que lo habitaba. Ritmo, apresuramientos, lentitudes, pausas…Pero ese pasado, era un recuerdo de un recuerdo de un recuerdo… un nieto emocional que ahora rechazaba cualquier futuro… un estúpido larguirucho con chaquetas largas de cuero y dotado de buena suerte. No se hablaba del pasado, algunas veces él lo anhelaba y para no enloquecerse o tener que subir la dosis de las pastillitas felices, quería vivir eso que ya no estaba. Las pesadillas se hacían frecuentes… y las recurrencias pasaban al mundo de la vida real… el insomnio amenazaba… tic… tac… susurraba el reloj… quiso tocar su muslo para saber si tenía puesta su piyama color guayaba que era de dos piezas, una pantalonetica lo suficientemente ancha como para conceder espacios para los oficios genitales, y una blusita de dormir, lo suficientemente ancha como para conceder espacios para los oficios táctiles mamarios… y a pesar del espacio para recorrer el muslo, esa piyama se convertía en una advertencia: ¡Detente!. Y a él, que le gustaba relamer sus mezquindades, le iba subiendo la rabia, pero al llegar al pecho, ya iba convertida en decepción y al culminar en su frente, ya era una culpa declarada. Ya aquel campo simple de los cuerpos y su diálogo fluido, se había convertido en una patética conversación de torpes adversarios, el terreno estaba minado, cada mina era, el producto de una frustración… o quizá me refiero a esas decepciones del primer párrafo, cada mina estaba dispuesta a explotar y a llenar de rencor todo cuanto alcanzara su onda, cada mina, era una llegada tarde, una excusa para irse, aquella pena ante los amigos, la vez que no usaron los vestidos adecuados, las promesas incumplidas, aquel regalo que se convirtió en humillación… todas buenas intenciones, que terminaron siendo negocios fracasados, como aquel bar… en el que él se emborrachaba y en donde terminaban de juerga sus amigos… o como aquellos viajes… o como su machismo… o por qué no decirlo… su feminismo. Ya no era un asunto de negación sexual… quizá ella diría… “porque no soy de piedra”, y a él no le importaría… sus temperamentos irritados saltarían ante cualquier intento de acercamiento... Su dignidad estaba puesta en la piyamita color guayaba… en ese obstáculo entre él, el pasado glorioso y el hoy presente ominoso… dormiría desnudo y con una almohada entre las piernas, como rogando, como esperando... él sabe que la próxima vez ella tendrá que tomar la inciativa... en verdad, él no sabe que no habrá próxima vez. Nada importa porque todo importa. Un amigo suyo lograría ayuntarse con una pobre moralista excitada, una amiga de ella seguiría creyendo que su marido le es fiel, una amiga en común compraría bonos de desgracia y se los autoenviaría... Quizá quieran despertarse de la pesadilla y huir de sus vidas en los sueños... quizá le salgan manchas de sangre en la espalda a uno de ellos, quizá sólo sean ganas de molestar... Ellos leerán sus vidas cuando las letras tiemblen y caduquen y todo vuelve a empezar por su necesidad de sentirse víctima.
La
agitación de perforar con un cuchillo a su amigo, ya había pasado. Quedaban
atrás las palpitaciones en la cabeza y la respiración agitada, era hora de
reflexionar; ya había pensado sobre el destino del cuerpo… el cuerpo, ese
cuerpo antes tan alto y erguido y ahora desparramado en la silla, su piel, con
rastros de acné juvenil y con ese olor tan particular. ¿Valdría la pena
ultrajar el cuerpo? escupir una masa inerte, golpear aquellos ojos negros ahora
enublecidos y con manchas rojizas… ¿Y su voz? ¿cómo borrarla? cómo deshacerse
de su risa espontánea y sus apuntes pícaros.
Él se derretía de ganas por ella. Era un asunto que iba más allá de las feromonas, era un llamado imantado entre sus pelvis. Pero, no era un mero aspecto sexual, pues en medio había asuntos como la prohibición, la provocación y la conquista. Claro, todo rodeado por eso de los egos falsos y el vacío de cada una de sus deterioradas autoestimas. Encajaban como piezas de tetris, sus olores, sus susurros, sus roces... Una vez, ella le tocó su espalda al despedirse y ambos sintieron ese corrientazo; prefirieron no mirarse, él pasó saliva, ella salivó. Otra vez, él se despidió con un abrazo largo, y la olfateó, consumió su olor como un trago fuerte. Y empezaron charlas simples, adulaciones progresivas, unas inocentes, otras malintencionadas, otras groseras... lisonjas rojas, zalamerías libidinosas... nunca nada directo, siempre por la vía de la posibilidad. Aunque no debían, sí querían... era una obligación del deseo. Ella le acariciaba la cabeza con disimulo, él le tomaba las caderas y rápidamente las soltaba, como queriendo dejar un recuerdo de la promesa. Quizá había más deseo que ganas; entonces para disimular hablaban de todo... finanzas, estrategias, espiritualidad, programación neurolingüística... Pero ya se había llenado el cántaro de las excusas y triunfó la animalidad. Se decidieron. Compartieron su esencia. Cada quien en su mundo se imaginaba el instante compartido... el cuerpo con sus respectivas parejas, pero la mente lamiendo los vericuetos del cuerpo anhelado, el de él, firme, el de ella, apetitoso. Se metieron en los laberintos del turbulento deseo... ella, antes de sucumbir en su cuerpo le dijo que su sentimiento por él era puro, le dijo con emoción sentida que lo adoraba... él no pensaba, sólo graficaba en su mente el desenfreno. Ansias, ardor... ella decía que venía de un ritmo y frecuencia respetable de encuentros de piel, él decía que ella hasta el momento ella no sabía qué era ritmo ni frecuencia. Ella en el amanecer le llamaba, le escribía, le rogaba... él, respondía, obedecía y ordenaba... Fabricaban coincidencias, moldeaban los destinos y se encontraban, y se tocaban desde lejos, y ella se acostaba en el piso y él se reía, y él pavoneaba con su experiencia; él la sabía inconclusa, ella se iba aceptando insaciable. Sin tapujos, sin restricción, traviesos... sin límite. Armonía, caricias de eros, presencia de lesbos, multitudes en la cama... presencias, ausencias, muertes lentas, él y ella... sin daños a terceros.
Estaba pensando en lo que pensaba, quizá hubiera sido mejor no matar a su hija y en definitiva fue un exceso aquello de infectar a su madre, para que se fuese secando en vida, ¿sentía culpa?. Se lanzó a la cama bocarriba y puso los brazos detrás de su cabeza, y su gesto de sonrisa fue borrado por el fruncido de sus labios, al lado izquierdo tenía en su mesita de noche unos textos incompletos, dos novelas por leer y debajo la libreta con su venganza escrita paso a paso.
Tus labios en mis manos de luna
llena
son noche de besos en el clamor del alma,
y adivino pronto mi futuro jubiloso a tu lado
porque estoy hecho de tus verdades puras.
Con tu vida escribo mi historia de amor
que empecé hace varias vidas atrás,
la luz del viento conoce mi nombre oculto
por el que me nombras con solemne fervor.
Tú, tan macho cabrío y yo tan
diosa virgen,
tú tan fuego en Marte y yo tan
tierra en Mercurio,
tú has salvado a los hijos de
Atamante y
yo soy la única virgen entre todas las Titánides.
Somos espejos puestos de espaldas
que presienten el reflejo verdadero,
humo inverso que entra,
contratiempo claroscuro,
un rudo, bello y exótico animal
alado.
He inventado la justicia que es silenciosa,
pero permito tu balido con sabor a césped,
cuento los segundos a tu lado en los siglos de tu ausencia,
y somos deidades primigenias que por fin se besan.
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