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viernes, 20 de marzo de 2009

Del Invento de la Rueda a la Burguesía Inminente

Esta historia de amor comienza con la finalización de otra. Los personajes son una amalgama de ambición, frustración, confusión y ternura inconclusa. Diré que, como todo en la vida, los antecedentes empiezan a verse con la lejanía del tiempo y se convierten en la explicación mítica de aquello que no comprendemos.

Lo conocí gracias a unos versos de Benedetti. Su timidez, venida de una relación parental complicada y una situación económica precaria, era una muestra de su seguridad incipiente, basada en su cara afilada combinada con su impecable pelo negro engominado.

Yo había terminado una reunión a la que él asistía con más personas. Al finalizar, él disimulando, miraba por la ventana y quitaba con las uñas vestigios de cinta adhesiva; entendí por su actitud que quería hablar… ¿Cómo le pareció?, él al sentirse reconocido, con el rostro iluminado, engrosando la voz y con pose de modelo de revista adolescente, me respondió con frases comunes pero pletóricas de emoción pura. Hablamos de Benedetti y de algunos de sus escritos.

Volvimos a vernos, esta vez, ya sin hielo de por medio, me contó que estaba tras una hermosa chica que también asistía a la reunión, pero que ella tenía novio y que estaba confundida. En un acto de cinismo admirable, me pidió que hablara algo sobre el tema, en otras palabras, que persuadiera a aquella chica de que le diera la oportunidad.

Lo hice, esbocé argumentos sobre los sentimientos y la manera como estos se acomodan a lo racional, el problema de la existencia como referente moral y las ganas flotantes que se convierten en caricias perfectas, desde la idea platónica hasta el aterrizaje de los cuerpos y terminé con la pregunta sofista de si era mejor arrepentirse o saber que podría pasar ante un hecho.

Parece que funcionó, en ella, descargaba su ansiedad corporal y le escribía sus pensamientos romantizados por el fuego de la pasión.

Pasó el tiempo, un día lo hallé sirviéndome de celestino en una relación con una princesa del desespero, lo observé haciéndome preguntas con pretensión trascendental, lo escuché contándome sus penas de amor, basadas, en los encuentros furtivos con señoras tan indecentes como ardientes, sus crisis, eran la mezcla de sentimientos confusos e ideas prepotentes puestas en su alma sensiblera.

Discutíamos. Me contaba algún asunto, yo le proponía mi lectura y casi siempre, él se indignaba, después volvía haciendo relativizaciones de mi lectura, y diciendo que en cierta manera, y que de alguna forma, yo tenía razón.

Tomábamos, cuando se podía, tragos añejos de 12 años con hielo, él no entendía mi manejo sentimental, tensionaba mi tranquilidad y mi impudor con mis relaciones, me hacía llamados de coherencia desde los argumentos con los cuales yo le había interpretado sus crisis, me intentaba leer como yo lo leía a él. El resultado era una metalectura de la situación que recaía en sus huecos afectivos, ganas de reconocimiento y mi maravilla de tener un personaje explosivo, triste y sentimental, como contertulio.

Había una especie de concurso, en el que premiarían algunas ideas presentadas allí, él fue elegido para ir. Le ayudé a estructurar la idea, le advertí que si ganaba me debería una botella del licor que tomábamos con cierta regularidad en nuestras disputas emotivo-racionales. Asintió. Recuerdo que ese día, en una burla grupal, alguien se refirió a su nariz, todos nos reímos, pero él, se ensañó contra mí y preguntó al grupo, pero mirándome, ¿Por qué no se burlan de la nariz de su madre?, “Porque no es como la suya” respondí. Risas.

El día de la premiación, otros me llamaron para contarme que él había ganado. Él hizo una llamada simple, protocolaría y carente de su emoción cotidiana. Asumió el triunfo como propio y fue quizá, la primera vez que me desconoció. El reclamo se lo hice basándome en su incumplimiento, hasta hoy, de aquella simbólica botella que no ha llegado.

Alguna vez me quiso mostrar algo que escribió, no le puse mucha atención y él, como siempre, sintió eso como la más grande ofensa universal que trascendería a toda su prole, y que los siguientes milenios cantarían mi actitud humillante y que nunca me diría nada más.

Pasaron dos años, yo seguí en mi intento de vida y él de vez en cuando me saludaba con rencorcito torpe, mirada brillante y apretando los dientes, quizá para no insultarme, quizá para no aceptar que me extrañaba. Debo admitir que por mi parte, me hacían falta los largos viajes urbanos en los que reflexionábamos sobre la vida, su apropiación de mis frases para conquistar mujeres y mi alta estima por él, una persona con gran corazón de poeta pero terca cabeza de aprendiz.

Volvió. Ya para ese entonces su cabeza había cedido a los requerimientos de la amabilidad y era más sociable, pero su autofobia se había instalado en lo más profundo de su alma contradictoria, había hecho un par de propuestas estéticas basadas en el miedo y en el erotismo de doble moral. Siempre estuve al margen, siempre le admiré.

Un día le presenté a una damisela con la que yo estaba construyendo un intento sentimental, se cayeron bien. En general, él puede fluctuar entre el más agradable compañero o el más detestable vecino, casi siempre, lo invitaba a que nos acompañara, entonces hablaba su poesía mórbida y ácida, llena de ágiles historias.

Entró a trabajar. Su labor consistía en coordinar extras para un canal, entonces tomaba de su histrionismo natural, una postura huraña, seca y distante, para ganar respeto, según él. Ahí, conoció a una dama que le afectaría los últimos surcos de su cordura, ella era adinerada, mayor y se convertiría en su fetiche, en su meta alcanzada a medias, en su angustia existencial reforzada.
Entró en crisis, por no pertenecer a ese mundo, yo le dije que, me parecía un tanto desaforado, poner la existencia en ese lugar, que era algo así como una abeja diabética o una oveja alérgica a la lana, es decir un asunto de contra natura, él, aunque se indignó, supo que mi apreciación era correcta.

Veía un programa de televisión por cable: “Mundo de Millonarios”, esto minaba más su desazón, y empezó a asumir lo que no era, a vender su alma, a estar sin estar, a detestar lo que era y a aborrecer lo que no era, empezó a autofastidiarse y a vernos a todos culpables de su angustia.

Viajamos. Lo quise invitar por varios asuntos, primero por el afecto que le profeso, segundo por ser un excelente contertulio y tercero para expandir su visión de mundo en aras de nuestras discusiones.

Durante el viaje, me contó mil historias de su pasado, su lugar de origen, las anécdotas con sus primos, sus aventuras prestando el servicio militar, sus tensiones familiares, sus sueños, sus miedos. Hablamos de la vida, de la muerte. Discutimos por las referencias de aquella mujer que lo había metido en el mundo falaz al cual él no pertenecía. Le dije que me parecía que por lo que ella era mayor, él se envalentonaba y parecía un precario macho, que su estilo de vida, sus costumbres y su cosmovisión estaban inclinándose hacia ese factor de ilusión; para ese entonces ya los 4 tragos sin hielo (aclaro que no eran de la botella que aún me debe), habían hecho estragos en su ego. La cosa terminó con un silencio extraño.

Volvimos a la ciudad.

Me cuentan que sale con aquella damisela encantadora, que un día le presenté (se cayeron bien), y de quien ya he escrito lo suficiente.

¿Qué duele? … ¿Mi ego?, o ¿la ruptura del protocolo masculino y de amistad de “no meterse con las relaciones presentes o pasadas de los amigos”? ¿Será un asunto de dignidad? No puedo imaginar que de amigo que escucha y comprende pase a recolector de indulgencias ajenas con pecados propios…

¿Debió decirme? ¿Siendo él quien es? Pretendo pensar en su estado de conciencia, o me imagino su ser en una anarquía permanente contra su propia vida…

Alguien me dijo que esa era una relación extraña, que se preguntaba por los referentes emotivos que tuvieron, más allá del deseo simplificado, que era posible que nunca se pudieran callar por que los silencios los enloquecerían, que el problema no eran ellos mismos sino lo que había entre los dos… los intersticios… las grietas.

Hablo en voz baja, pronuncio en secreto, expreso mi incomprensión, me meto en sus vidas sólo en las intersecciones que me corresponden… quizá es un acto de desparpajo, envidia o refunfuño, quizá sigo esperando esa botella de licor como reconocimiento, tal vez espero que me pague las deudas de aquel viaje.

Un poeta maldito enamorado que me dice que por culpa de tipos como yo, tipos como él, se encuentran solos, un ser con verborragia emotiva y ansiedad existencial que sirve de cómplice cómico, un pequeñísimo burgués que hoy utiliza la estrategia del silencio como en una dictadura de sentido, un amigo con criterios móviles de lealtad fieles a sí mismo.

Vuela poeta, para poder perder tu esencia de nube negra, siente trovador, para saber que vives más allá de tus pulsaciones, húndete rapsoda, para descubrir lo que haces… Rueda vate, para que trasciendas la burguesía de tu aristocracia negada…

Vuelve juglar, para saber qué piensas y no construir mi imagen corrupta…

2 comentarios:

♥Adictalcafeh♥ dijo...

Creí que ya no habían personas que escribieran tan bien, atrapándome en sus escritos desde el comienzo, y finalizando de una manera tan perfecta.
Ahora creo que me volveré una lectora fiel de este blog, para quedarme atrapada cada vez que lo abra, mientras las ventanitas del msn se ponen color naranja y el mundo a mi alrededor siga girando.
Un abrazo enorme desde Medellín!
Muak!

Carlos López dijo...

Gracias...
Es rarísimo... pero me quedo sin palabras...
Te lo juro que no es pereza... es.. ¿perplejidad? No sé...
Sólo quiero darte las gracias...